miércoles, 22 de marzo de 2023

Los «cantos materiales» de Teo Serna

En bastantes lenguas, antiguamente, los términos para designar la plata y el mercurio —aquí llamado azogue hasta antes de ayer— se hallaban léxicamente muy próximos. Tan próximos que a ambos se les daba el mismo nombre —el de la plata—; solo le añadían un adjetivo cuando era necesario precisar que se hablaba del mercurio: quicksilver, vif-argent, argent vivo… Había entonces, claro está, menores sutilezas científicas, y una creencia generalizada que, paradójicamente, la ciencia ha terminado, poco más o menos, por confirmar: la materia es una y esencialmente idéntica aunque se nos presente en formas muy distintas.
La unidad esencial de la materia y sus innumerables variaciones produce asombro y da que pensar. A algunos poetas, además, les abre posibilidades: por ejemplo a Teo Serna. No conozco poeta más materialista, es decir, más interesado en la naturaleza material de las cosas y en su observación y manipulación por procedimientos diversos que Teo Serna. Este libro es una muestra clarísima, igual que no hace tanto el Tratado de piedras.
Se ve desde el propio título y enseguida se ratifica en la primera parte del libro —«Arquímedes tenía razón»— que este se articulará sobre la dialéctica plata/azogue, la confluencia de ambos elementos en los espejos —esos artefactos cuyo valor simbólico, feracidad especulativa y potencial de seducción literaria acaso solo sean comparables a los de los relojes—, y su encaje en la condición de materia que, por decirlo un poco a la ligera, se pesa, se mide, y obedece a leyes que el ser humano es capaz de averiguar. Naturalmente, alguien podría argüir que el poeta se fija en la materialidad de las cosas por su valor simbólico, o sea, que la usa para significar otras cosas. Llevaría razón, por supuesto; sin embargo, ello no empañaría una querencia que distingue nítidamente a Serna de los demás poetas. ¿De dónde vendrá tal querencia? Me atrevo a suponer que de su condición de artesano: de artista que, ya se desempeñe como pintor, escultor, músico o poeta, manipula —pesa, mide, mezcla, amasa— la materia con sus propias manos cotidianamente, y la conoce bien y conoce bien el léxico especializado y técnico con que hablar de ella.
Del trato delicado y riguroso y de su familiaridad con la materia nace otro de los rasgos de la poesía de Serna que en el nuevo libro corrobora el lector y aprecia cabalmente. Alguien dijo de alguien —no recuerdo ahora ni al uno ni al otro ni me voy a levantar a indagarlo— que había leído toda su poesía, aunque afortunadamente no todos sus poemas. Quería decir que esa poesía era idéntica, reconocible, suya, pero que se la servía al lector de manera nueva en el molde diferente de cada poema particular. Es algo que ocurre con todos los poetas grandes —y aun con muchos de los medianos y más chicos—; no obstante el caso de Serna se me antoja ejemplar por extraordinario: su creatividad es tan exuberante, sus intereses tan variados, sus conocimientos tan amplios, su oficio tan aplicado y severo, sus inquietudes y curiosidades tantas, que cada poema es, a un tiempo, esperable —por ser fruto de una voz magistral que todo lector tiene bien conocida— y sorprendente —en tanto que pieza única en donde la maestría parece (solo parece: enseguida habrá más) haber marcado un hito insuperable—. Leer El azogue y la plata es, pues, un gozo: nos ofrece al mejor Serna de siempre bajo la forma de un buen ramillete de poemas excepcionales. ¿Difíciles en algunos casos? Sí. ¿Cultos y aun culturalistas a veces? También. ¿Herméticos? Nunca. Y, por añadidura, muy fecundos y no solo desde el punto de vista estrictamente poético o literario: también desde el moral en el mejor y más amplio sentido de la palabra.
Por otra parte, está muy bien editado: si yo tuviera que buscarle alguna pega —y sería más prejuicio mío que vicio objetivamente reprochable— solo hallaría cierta sobreabundancia de comas que, de cuando en cuando, hacen la lectura espasmódica sin encauzarla. La calidad de la edición, no hay que mentarlo, se debe a Mahalta: en su corta andadura, Mahalta llevará docena y media de libros publicados impecablemente. En una tierra donde tal pulcritud no es norma resulta obligado pregonarlo y desearle larga vida.
Leyendo El azogue y la plata celebré ayer el Día Internacional de la Poesía: no salí de casa ni oí al pobre Tamames. Ahora, escribiendo esto y regresando al libro de vez en cuando, he vuelto a celebrarlo. Si le apetece, hágalo usted, amigo lector.

Teo Serna. El azogue y la plata. Mahalta Ediciones. Ciudad Real. 2023. Catorce euros.

martes, 14 de febrero de 2023

Guadalupe Grande vive

    Hace unas semanas, casi coincidiendo con el primer aniversario de la muerte de la autora, Sergio C. Fanjul publicó en Babelia un artículo excelente —lo enlazo aquí— sobre el libro póstumo de Guadalupe Grande Jarrón y tempestad. Cualquiera que haya empezado a leer esta entrada quizás haría bien en dejarla para otro día, o para nunca, y adentrarse en el artículo de Fanjul: dice más y mejor cualquier cosa que a mí se me pudiera ocurrir y es una puerta magnífica para entrar en un libro nada fácil pero que compensa abundantemente el esfuerzo de la lectura.
    ¿Por qué, entonces, si Fanjul y otros se han ocupado del libro, me atrevo yo también? ¿Y por qué me atrevo si Guadalupe Grande no era en realidad de por aquí ni publicaba en editoriales de por aquí? Por varias razones.
La primera, para darme el gusto de enlazar el artículo de Fanjul y contribuir —una pizca al menos— a difundirlo y, en consecuencia, a difundir un libro que bien lo merece y del que los medios de por aquí es altamente improbable que se den por enterados.
La segunda, porque traté un poco a Guadalupe Grande en 2018 cuando acompañó a su madre, ya a punto de morir, a un memorable recital en Almagro. A Grande, y a su emocionante amor de hija, le debemos aquel recital; esta entrada no es sino una humilde manera de agradecérselo.
La tercera, porque Guadalupe Grande representa muy bien a tantas personas —pienso ahora, por ejemplo y consciente de sus obvias diferencias, en David González, muerto también antes de tiempo— que, sin vivir de la poesía, viven por y para la poesía con una entrega, una perseverancia y un riguroso fervor que se dirían —sin mentir, porque en verdad lo son— vocación o destino, imposibles de eludir en todo caso aunque las lleven por un camino áspero y siempre al borde del precipicio.
La cuarta, porque, pese a no ser exactamente una poeta de por aquí, sí lo es en cierto modo, quiero creer que importante. De hecho, en el libro hay suficientes detalles que lo corroboran: personas —el padre y más—, sitios o hechos explícita o tácitamente nombrados o aludidos, que diáfanamente expresan los vínculos de Guadalupe Grande con la Mancha. Entre ellos —y me apetece destacarlo por si tuviera algo que ver con Manuela Temporelli y su Sabor de moras en agosto— una referencia críptica a Cinco Casas.
Pero, desde luego, la razón principal es el libro mismo. Apunta Fanjul que en el «libro se percibe la férrea voluntad de Grande por ir más allá, por traspasar sus propios límites y llegar a niveles sorprendentes de depuración del lenguaje, se percibe la determinación por experimentar de muchas maneras diferentes y el esfuerzo en la decisión de cada palabra. Nada está dejado al azar, todo está pensado más de tres veces. “Probablemente, Jarrón y tempestad sea el mejor poemario de Guadalupe Grande; mejor en el sentido de preferible, sin que por ello desmerezcan para nada sus anteriores libros, que ya sabemos que cada libro puede ser una pista y también un desvío”, dice el editor Carlos Rod, de La uÑa RoTa, que hace también hincapié en el largo tiempo y en el cuidado que la poeta puso en su elaboración, y en cómo notaron su ausencia a la hora de la edición, a pesar del fiable asesoramiento de los poetas amigos».
Yo también creo que es el mejor libro de Guadalupe Grande. Un libro denso, tortuoso, oscuro, difícil, que exige del lector —desde el propio título— una atención sin desmayo para poder leer más allá de lo leído, o sea, para abrirse camino por la intricada selva de las palabras hasta llegar al temblor precario de la poesía genuina. Un libro, así mismo, que, sin necesidad de considerar las circunstancias de su aparición, puede leerse como un testamento: no ya en cuanto conjunto de últimas voluntades, sino en tanto que declaración de vida: los fundamentos, los derroteros, los puntales, las compañías que han sustentado la vida personal y poética de la autora. Si, en una segunda o tercera lectura de Jarrón y tempestad, el lector se toma la molestia de leerlo así, puede que inopinadamente se encuentre conversando con una poeta que le dice al oído las palabras esenciales y verdaderas en las que se encierra todo lo que fue: estas.
Además, la cubierta y las páginas iniciales y finales del libro reproducen collages sugestivos y algo turbadores de la autora que sintonizan bien con el tono y el contenido del poemario.

Guadalupe Grande. Jarrón y tempestad. La uÑa RoTa. Segovia. 2022. Quince euros.

jueves, 19 de enero de 2023

Los toros en Almagro

No me gustan los toros; las pocas veces que me he asomado a la Fiesta su natural crudeza, valga el eufemismo, me ha impedido percibir cuanto en ella hubiera de emoción artística, hasta de simple entretenimiento. Además, estoy convencido de que las corridas son un espectáculo anacrónico que desaparecerá pronto; y no por la animadversión de nadie ni por las —a menudo oportunistas— campañas que promueven su abolición ni por las decisiones políticas que las han prohibido efectivamente en algunos sitios; no: morirán por inanición, porque no se compadecen con los signos de los tiempos ni cuentan con posibilidad de reforma para adaptarse a ellos.
Ahora bien, pese a no gustarme los toros y tener la certeza de que desaparecerán más pronto que tarde, no albergo contra ellos ningún reproche moral; tampoco me apunto a la moda de la cancelación, hoy tan extendida. Lo primero, porque obligaría a desechar todo uso de los animales en provecho de los seres humanos —sea como mascotas, alimento, fuente de materias primas u objeto de estudio y experimentación científica—; lo segundo, porque los toros han desempeñado un papel importantísimo en la cultura —en la vida entera española de los últimos siglos que solo cabe eludir desde la ignorancia o la mala fe.
Críspulo Coronel Zapata es plenamente consciente de ello, y dedica el libro que he leído estos días a identificar y reivindicar tal papel en lo que concierne a Almagro. Quiere eso decir dos cosas. Una: que se trata, por supuesto, de un libro de historia y, en cierto modo —un modo parcial pero decisivo—, de una autobiografía; que tiene tras de sí muchos años de trabajo, de investigación paciente y devota, de conversaciones y entrevistas con cualquiera que pudiera aportar detalles de interés; de transcripción, clasificación y ordenación de los materiales; de escritura y rescritura; de selección fotográfica; de evocación y redacción de experiencias personales, etcétera y etcétera. En este sentido, es LA historia de los toros en Almagro, sin duda ninguna: ahora ya poco debe de quedar por saber. Y dos: que es un libro reivindicativo, pugnaz incluso, como corresponde a quien ama y abraza apasionadamente una causa y siente que no todos comparten el mismo amor ni la abrazan con igual pasión. De ahí que la obra llegue a desprender en ocasiones un aroma, quizás involuntario pero evidente, de melancolía: el que surge de constatar —autor y lector— que los buenos tiempos de la Fiesta han pasado y es muy improbable que vuelvan. Precisamente por esto último, es asimismo un libro oportuno, un libro que viene en el momento oportuno: o sea, justo antes de que se olvide o de que a nadie le interese el papel importantísimo, repito, que han desempeñado los toros en casi toda España y, claro está, en Almagro.
Puestos a dar breve noticia del libro, encuentro en él varios asuntos que serán notables y habrán requerido su tiempo, pero que a mí me interesan poco: la relación de los festejos, por ejemplo. En cambio, otros me han cautivado: lo que más, lo relativo a los aficionados y la afición —el subtítulo de la obra es «Aficionados con solera»—, que es estupendo y muy pertinente.
El lector confirma, en efecto, cómo durante muchos años —tal vez ya no, o ya no en la misma medida— el aficionado a los toros, el Aficionado por antonomasia, era un individuo cuya afición constituía una segunda naturaleza, un elemento primordial de su personalidad: hasta tal punto que lo definía y singularizaba y, en consecuencia, condicionaba la percepción de sí mismo y su lugar en la sociedad. Pero la palabra afición, aparte de designar la atracción de determinados individuos por los toros —los cuales curiosamente antes de la televisión eran inaccesibles para la mayoría la mayor parte del año— designa también al colectivo de los aficionados. Y la Afición así entendida era un grupo de sujetos de toda clase y procedencia social que en este ámbito se reconocían como iguales, poseían rasgos comunes bien marcados —una manera de hablar característica, por ejemplo— y una fraternidad indudable. La Afición, pues, colectivo sin reglas ni jerarquías explícitas, pero perfectamente identificable, funcionaba como marco de socialización y, en muchos momentos, como grupo de presión que era conveniente tener en cuenta. El retrato que Críspulo Coronel Zapata, él mismo aficionado con solera, hace de la afición y los aficionados es magnífico, y para la historia de Almagro acaso muy aprovechable.
En resumen, un libro estupendo. Lástima que la edición no esté a la altura: hubiera merecido otra más profesional. Pero, lo sé de primera mano, eso ni es sencillo ni barato.

Críspulo Coronel Zapata. Coso de la Cuerda. Aficionados con solera (1845-2021). Edición del autor. Sin lugar ni fecha. Veintisiete euros.

jueves, 22 de diciembre de 2022

Un libro (casi) definitivo

Como en todas partes —ahora es plaga—, cada año se publica en Almagro una porción considerable de libros: muchos más libros de los que el almagreño común, el que está en sus asuntos, podría suponer. En descargo del almagreño común, que está en sus asuntos, la mayoría de ellos pasará al olvido más rápidamente aún que las funciones navideñas con que colegios e institutos andarán estos días despidiendo el trimestre. Cosas de la vida, del tiempo… y de la inanidad de lo publicado: nada se pierde el almagreño común, nada que lamentar, pues.
Sin embargo, de vez en cuando algunos libros escapan de la oprobiosa, acaso merecida y muy general condena al olvido para incorporarse a la escasísima fracción de los que han de durar: ya sea por la calidad literaria —pensemos en Horcajada, en Taylhardat, en Vinuesa— o porque alumbran rincones mal iluminados de nuestra realidad presente o pasada que importa ver con claridad, limpios del polvo de los tópicos, de la deformación de los prejuicios o de las nieblas de la ignorancia.
Hoy tengo entre manos uno, imponente: Blasones y linajes de Almagro, de Francisco Javier Alcaide y Nieves Sarabia. Nos consta que es el fruto de largos años de trabajo abnegado, paciente, meticuloso, de infatigables recorridos por el pueblo, y de horas y horas escarbando en archivos. Nos consta igualmente que ha contado con apoyos, orientación y aliento de personas insignes; entre ellas y de una manera principal, de don Arcadio Calvo. A don Arcadio Calvo dedica Alcaide un emotivo renglón en los agradecimientos que sobrepasa la sincera y biennacida gratitud; es una toma de partido: Alcaide, como don Arcadio, se alista en la tribu cada vez más nutrida —¡gracias a Dios!— de quienes beben en las fuentes claras, de quienes dudan, de quienes no fantasean, de aquellos cuyo único asidero es el dato contrastado, de quienes, en definitiva, son conscientes de que la historia es tarea colectiva y parsimoniosa que rara vez avanza a saltos, sino en pequeños pasos aparentemente modestos pero firmes. A este respecto, leído el libro de Alcaide y de Sarabia, se puede afirmar sin reticencia que el hueco —enorme, tristísimo— de don Arcadio Calvo no es ahora tan grande ni tan doloroso, pues cuenta con dignos sucesores. Por supuesto —no hay ni que mentarlo—, cualquier lector apreciará también enseguida que el libro rebosa de amor a Almagro —y aquí podríamos quizá detenernos un rato a hablar de distintas clases de amor patriótico; lo dejaremos para otro día. Como dejaremos para otro día la cuenta de notabilísimas aportaciones que a la historiografía de Almagro vienen haciendo los historiadores no profesionales—.
No obstante lo anterior, ni el trabajo ni el magisterio de don Arcadio ni el amor por el pueblo hubieran bastado para hacer un gran libro —lo he dicho: un libro imponente—. Blasones y linajes de Almagro es un libro imponente por la información que aporta, por cómo la selecciona y dispone y por cómo la usa para esclarecer cuestiones que, en principio, no parecían su propósito central. En efecto, los blasones que ve en abundancia el paseante por Almagro son piedras que hablan: hablan de un tiempo, de un tipo de sociedad —sus creencias, sus formas de vida, su economía, sus desigualdades, etcétera y etcétera— y de un río de generaciones que llega hasta nosotros. Pero esas piedras parlantes, los blasones, solo hablan a quienes son capaces de entender; a los sordos y analfabetos nos dicen poco. Ahí, los autores, guías eruditos y amenos, nos hacen ver lo que habitualmente no vemos y entender lo que no entendemos; nos muestran a las personas de carne y hueso y a las familias que hay detrás y nos las sitúan certeramente en el mundo en que habitaban. De modo que el libro es un todo coherente y riquísimo, muy sugestivo y estupendamente presentado. Yo no puedo —no sé— enjuiciar los pormenores técnicos de la obra, pero su lectura me ha resultado bien instructiva. Y estoy seguro de que es un libro fundamental —¿fundacional?— en muchos sentidos: pone en su sitio lo que sabíamos hasta aquí, lo corrobora, refuta o amplía hasta no dejar resquicio y asienta las bases —firmísimas— de cuanto se pueda continuar investigando. O sea, un libro esencial y bien editado.
Y es caro, sí: habrá a quienes treinta y cinco euros les parezcan prohibitivos. Ahora bien, teniendo en cuenta lo que se da por ellos y que el libro ha de estar vigente durante años, se pueden pagar sin remordimiento. O pedírselo a los Reyes.
 
Francisco Javier Alcaide y Nieves Sarabia. Blasones y linajes de Almagro. Ayuntamiento de Almagro. Almagro. 2022. Treinta y cinco euros.

lunes, 21 de noviembre de 2022

Emocionantes moras

 Sabor de moras en agosto es un libro excelente: debería dar que hablar. Me temo, sin embargo, que por aquí pasará inadvertido. Manuela Temporelli, la autora, aunque nacida en Madrid, procede de Alcázar y vive permanentemente en Cinco Casas desde hace muchos años años; es cierto que sus quehaceres profesionales y poéticos han estado orientados a Madrid; pero también es cierto que por aquí pocos se han enterado de su existencia: por poner dos ejemplos —los pongo solo por su valor de síntoma y por la extraordinaria generosidad de ambas empresas—, no figura en Cántiga, y para entonces Temporelli ya había publicado Cuaderno de Budapest, que tuvo notable difusión, ni Galanes la ha retratado todavía. Claro es que ni Fernández ni Galanes tienen la culpa, ni Temporelli es la única invisible: por el contrario, la culpa está bien repartida y los invisibles abundan. Pero a los lectores corriente estas cosas nos traen sin cuidado: no pretendemos arreglar el mundo, nos basta con leer buenos libros.
    Este lo es, indudablemente. Se divide en tres partes —«Un poco de locura en primavera», «Voy a volver a mí» y «Mayo y Darío»— y un epílogo dedicado a Guadalupe Grande Aguirre. El libro entero también está dedicado a Guadalupe Grande Aguirre —así, con los dos apellidos»—. Si reparamos en que bajo la dedicatoria va una confesión —«Ignoraba que se pudiera morir tres veces»—, que hay un poema dedicado a Juan Carlos Mestre y que Mestre firma el paratexto de la contraportada, podemos hacernos una idea de a quiénes se encomienda la autora.
    Un lector desatento o apresurado podría pensar que las tres partes nada tienen que ver entre sí. Estaría equivocado. Sabor de moras en agosto, como todo libro de poesía digno del nombre, pretende abarcar un mundo; en este caso, el mundo en tanto que estructura social, económica, política… donde habitan y padecen los seres humanos. Pues bien, cada parte del libro se para, de lo más grande a lo más pequeño, en una de las tres capas en que el mundo puede perfectamente dividirse: la primera, en lo general o global; la segunda, en lo personal y social próximo; la tercera, en lo familiar doméstico. Y hay una nítida coherencia poética, moral e ideológica entre las tres. Veámoslo.
    «Un poco de locura en primavera» es un solo poema que se desarrolla en quince secciones. Hablan, sí, de locura y primavera: pero ni la locura es enfermedad mental ni la primavera estación del año. La locura es, por emplear una expresión célebre, el «malestar en la cultura», es decir, la alienación inevitable que produce vivir en un mundo inhóspito, en un mundo enfermo; la primavera es la remota esperanza, colándose por algunas rendijas, de que el mundo sane. Es, pues, entre otras cosas, un poema político, pero no es un poema de explícito contenido político ni guarda un átomo de demagogia: es un poema de altísima calidad lírica, donde se alternan formas muy distintas —del endecasílabo blanco al versículo, la prosa aforística o la lamentación de aire bíblico— creando en el lector un desasosiego emocionado que revive la locura del mundo, su ordenado desorden que enferma, mediante un lenguaje y con unos recursos de gran poeta. Me atrevo a afirmar que leer este magnífico poema, uno de los mejores que yo he leído últimamente, es para el lector la primavera.
    «Voy a volver a mí» reúne trece poemas referidos al ámbito personal de la autora y su mundo social cercano: los amigos muertos y vivos, los recuerdos, las circunstancias que la han hecho ser quien es, la dichosa pandemia… Los unen los ojos y la voz de la poeta, pero su vínculo estructural es más tenue. De todas formas, la calidad lírica sigue alta y algunos de los poemas —Llamadme Ismael, que no es lo que parece, 2020, Postguerra— son muy buenos.
    «Mayo y Darío» está centrado en los nietos. Es un tema delicado: se presta, y más en estos tiempos, al tópico, a la blandenguería y, lo que es peor, a presumir heroica y ridículamente de algo que a los abuelos se nos da hecho. Temporelli esquiva los riesgos apoyándose en tres pilares: el magnífico poema inicial —que lleva una nana en seguidillas, como las de Hernández—, el último —Testamento, un romancillo muy bien disimulado— y que el resto sean glosas a lo dicho por los niños.
    Un gran libro, reitero, cuyo valor no merman algunos mínimos deslices. Señalo tres: un «deshechos» (pág. 20) que acaso debería ser «desechos», un «adjuro» (pág. 42) que debería ser «abjuro», y una mejor redacción —quizá una coma fuera suficiente— en el final del segundo párrafo del epilogo. Poca cosa.

Manuela Temporelli. Sabor de moras en agosto. Bartleby Editores. Madrid. 2022. Trece euros.

viernes, 14 de octubre de 2022

Teresa de Ávila

Mañana se cumplen cuatrocientos cuarenta años del entierro de Teresa de Jesús en Alba de Tormes. Había muerto en el mismo pueblo el día anterior, 4 de octubre —no me he equivocado: en 1582 el día siguiente al 4 de octubre fue el 15 de octubre—, y la enterraron deprisa y corriendo para que no les arrebataran el cadáver. Se lo arrebataron, lo trocearon, lo repartieron por medio mundo.
Pero eso para mi propósito carece de importancia. Como carece de importancia que la santa esté de moda —el libro superventas de Cristina Morales, la novela de Sender reeditada, el affaire de Paco Becerra—; o que acaso haya sido la persona de mayor intimidad con Dios —signifiquen Dios e intimidad lo que signifiquen— a lo largo de la historia. A mí lo que me importa esta mañana, aparte su condición de escritora formidable —en la estela de san Agustín y dejando abierto el camino a no pocas escritoras recientes—, de mujer extraordinaria, es haber dado pie a algo que puede calificarse, sin mentir ni exagerar, como auténtico prodigio en estas tierras. Me refiero a La agonía de Teresa de Ávila, la plaquette de Fernando José Carretero ilustrada —un decir: es mucho— por Teo Serna que publicó Perico Simón hace unos meses: una hermosura.
Celebro el día de santa Teresa leyéndola. Leyéndola no, en realidad: sintiéndola y emocionándome. Se trata de un objeto precioso, de un artefacto —en el sentido etimológico del término: hecho con destreza— en cuya materialización han confluido tres personas de maestría bien acreditada: el poeta Carretero, el también poeta, pero aquí artista plástico, Serna y el impresor Simón. En estos tiempos de ediciones tan descuidadas que merecerían multa, el resultado es, repito, un milagro que ha de quedar obligatoriamente como hito.
Puesto que en el blog doy cuenta de lecturas, pasaré ahora por alto los trabajos de Serna y de Simón para centrarme en el poema de Carretero que da título a la plaquette. Son poco más de cien versos tipográficamente separados, casi exactamente por la mitad, en dos partes. En ellos Teresa, a punto de morir, se dirige a sor Ana de San Bartolomé, asistente, amiga, hija espiritual y continuadora de su obra. Momento dramático el de la agonía que precede a la muerte; en él quienes acompañan al moribundo guardan silencio; es lo que hace en el poema sor Ana de San Bartolomé, de modo que Teresa, Ana mediante, se dirige directamente al lector, y le habla, gracias al talento de Carretero, con una enorme eficacia comunicativa, en donde la tensión dramática, vestida de serenidad y cercanía efusiva, se traduce en genuina emoción poética.
¿Qué le dice la santa a sor Ana, qué le dice al lector? Sabemos que el poema tipográficamente está dividido en dos partes, pero, sin entrar en demasiadas precisiones, estructuralmente cada una se divide a su vez en otras dos: podemos contar, pues, cuatro partes. En la primera, una vez puestos en situación, Teresa muestra el muy humano y comprensible miedo a la muerte y escudriña el sentido de la vida. En la segunda repasa la suya propia en cuanto se refiere a su relación con los demás: la vida fatigosa de una mujer activa que tropieza a menudo con dificultades, pero que encuentra apoyo en los humildes. La tercera empieza con la misma invocación a sor Ana con que empezó la primera; es también un repaso a la propia vida, ahora desde dentro y ligada a las estaciones del año —una vida en un año: desde las «suavidades del otoño» hasta la «quietud emboscada de las noches de agosto», o sea, desde la siembra a la cosecha—. La cuarta es frenesí, éxtasis, consumación o aniquilación, la muerte o el reposo que halla la mariposa en la hoguera, imagen bellísima y simple con la se cierra el poema. Esta cuarta parte es formidable, tremenda, un torrente verbal sin signos de puntuación —ni punto final siquiera: claro— que maravilla y conmueve.
Pero todo el poema lo es verdaderamente: el verso largo, solemne, eufónico, culto, y, al tiempo, sobrio, grave, directo; la abundancia de imágenes y metáfora brillantes; los ecos de la escritura de la santa; la cercanía al lector a través de la amiga… Sabíamos que Carretero era poeta exquisito; por si hacía falta, lo confirmamos.
Gracias, pues, Fernando José, por el gozo inagotable de leer el poema, de sentirlo entre las manos.

Fernando José Carretero. La agonía de Teresa de Ávila. Imagen digital de Teo Serna. Diseño e impresión de Perico Simón. La Zúa. Cuenca. 2022.

martes, 13 de septiembre de 2022

'Bocalinda': un año del lío

Bocalinda es una buena novela, bien pensada, bien compuesta y bien escrita, que debió de llegar a manos del editor en forma de borrador avanzado. El editor quizá la consideró versión definitiva y la publicó desaliñadamente pensando que nadie repararía en ello. Hoy hace un año enumeré aquí bastantes gazapos; enseguida el editor y la claque, sin negarlos, saltaron tal que granizo en albarda contra el atrevimiento como si les hubieran mentado a la madre. En ediciones sucesivas han corregido algunos de los traspiés —no porque yo los señalara, sino porque eran evidentes—, pero no han tocado otros muchos, de los cuales me atrevo a decir dos, marcadores inmediatos de las ediciones catetas: vocativos desamparados de comas y palabras partidas al tuntún a final de renglón. Qué se le va a hacer.
Sin embargo, aquella reacción virulenta me ha dado qué pensar acerca de este blog, mero entretenimiento de un jubilado ocioso que no sabe jugar al dominó. Tal vez convenga precisar algunas cosas:
Bots aparte, ven cada entrada alrededor de doscientas personas; el blog alcanza, pues, divulgación muy limitada. Pero quiero creer —de varios lo sé fehacientemente— que los doscientos visitantes asiduos, sobre generosos, son inteligentes, cultos, buenos lectores y de agudo espíritu crítico. Lo primero —que haya escaso público— permite libertades; lo segundo —el público selecto— obliga a evitar las tonterías. Con la espuela de la libertad y el bocado del respeto a los lectores gobierno este jamelgo.
Teniendo en cuenta que el blog trata de libros «de por aquí» y que el mundo de los libros en general está lleno de gentes pagadas de sí mismas y susceptibles, acaso debiera proponerme no pisar demasiados callos. No lo haré; a los habitantes del «mundo del libro», en principio —en principio— no les debo nada; les he comprado el producto, lo he leído a conciencia —bien o mal es otro asunto— y con buena disposición: en paz estamos.
Cuando digo que leo con buena disposición quiero decir también que no soy masoquista ni a estas alturas de la vida estoy para perder el tiempo: espero que los libros resulten placenteros y provechosos, y me satisface hallar un buen libro y hablar bien de él. Pero, obviamente, no me chupo el dedo ni deseo parecer más tonto de lo que soy alabando libros que no lo merecen: espíritu crítico y defensa de los derechos del consumidor.
El espíritu crítico expresado verbalmente se convierte en crítica. En numerosos órdenes de la vida la crítica está institucionalizada y es profesional. En el de los libros, lo mismo; se trata de una crítica docta que ejercen rigurosamente personas de gran formación y se encamina tanto a enjuiciar como a orientar al lector común. Desgraciadamente, crítica tan encopetada apenas repara en los libros «de por aquí». Por contra se ejercen hoy profusamente, sobre todo en el universo digital, otros tipos de crítica más o menos limpios: la crítica propagandística de editoriales y autores; la crítica mafiosa que vende alabanzas y chantajea con censuras; la crítica olímpica de quien se cree muy por encima del libro; la crítica banal que aplaude cualquier cosa; la crítica usurera que presta elogios para cobrarlos luego, etcétera y etcétera. Ninguna de ellas practico: la primera porque me sobrepasa, el resto porque las prohíbe mi religión. Lo que yo intento es, gozosa, desinteresada y limpiamente, dar cuenta lo mejor que sé de lecturas que me han gustado e invitar al prójimo a que se sume a la fiesta, sin ocultarle los peros, siempre chicos, que se cuelen de polizones.
Por último, y lo siento, no logro evitar en ocasiones otra crítica, ingrata pero a mi entender  saludable: la crítica derogatoria, pugnaz y vandálica —eso he dicho— que nace de una decepción —nunca del afán justiciero— y que será tanto más áspera cuanto más grande la decepción. A lo mejor no está bien vista en estas tierras; sin embargo, creo, es precisa, útil y legítima: la ejerceríamos en un restaurante, en un concierto, en el fútbol: ¿por qué no en el libro?
Huelga decir que la crítica derogatoria —todas— debe apoyarse en hechos y que los hechos han de ser contundentes, irrefutables por sí solos. Tampoco es preciso decir que se puede —se debe— discrepar de mi valoración de los hechos, y hasta justificarlos, pero, si son ciertos —lo son, lo son—, está feo eludirlos mediante juicios de intenciones.
Y ahí seguiremos, si Dios nos da salud, porque no sabemos jugar al dominó.