lunes, 13 de septiembre de 2021

Cómo destrozar un buen libro

Los viejos gruñones me disgustan: procuro no enfadarme. A veces, sin embargo, es imposible: todo se desmorona alrededor, el mundo camina derecho y deprisa hacia el abismo. Lo he comprobado en primera persona —así lo dicen: ignoro qué quieren decir— recientemente: el sábado estuve de boda; los días de antes leí Bocalinda. A la boda me dejaron entrar porque el padre de la novia es amigo desde que jugábamos al gua en la placeta de la iglesia; es cierto que yo, pueblerino endomingado, desentonaba entre tanto traje de mil euros, tanto vestido fashion, tanta pamela. Ea: los españoles de ahora son elegantes y finos; les indigna que alguien lleve chanclas y calcetines, que no entienda la carta del restaurante. En cambio, se permiten echar —esa es la palabra— a las librerías un insulto como este, que es el paradigma de la mala educación, una ordinariez de celulosa, y a nadie le importa. ¿Ves la tremenda subversión de los valores? ¿Están justificados los gruñidos de los viejos? ¿No querrías que un meteorito se precipitara contra el planeta y nos fuéramos todos a hacer gárgaras?
—Exageras. ¿Acaso es este primer producto desmedrado de la industria editorial?
—En la mayoría de las ediciones chapuceras el libro no merece más; aquí sí.
—Explícate.
—Cualquier libro precisa edición literaria y edición de imprenta. Bocalinda carece de las dos: nadie parece haber leído el original, nadie ha corregido las pruebas…
—En los «Agradecimientos» pone lo contrario.
—Los autores suelen ser, a este respecto, de un optimismo candoroso. Si alguien hubiera leído el original no hallaríamos faltas de ortografía imperdonables —«gravó un número» (pág. 69), «quinqualleros» (pág. 191)—; no habría repeticiones exasperantes de palabras; no tropezaríamos con machaconas e involuntarias rimas de rap —en la página 293, por ejemplo, pero son legión—; no se hubieran colado solecismos ni muletillas modernas como los «supuestamente» o los «de libro» que andan por ahí; no se amontonarían los demostrativos, que entorpecen la prosa, en lugar de los artículos; se evitarían las onomatopeyas pueriles… Y, si alguien hubiera corregido las pruebas, los vocativos vendrían entre comas, las tildes estarían siempre en su sitio, las palabras se cortarían bien al final del renglón —en cada página varias se cortan al tuntún—, no se vacilaría entre comillas —horror de comillas: más feas que Picio— y cursiva, no habría comillas superfluas, se puntuaría correctamente, correctamente aparecerían los nombres extranjeros —«Gabras», «Aragón» (pág. 39), «Lindkelin» (pág. 69)—; sobre todo, usarían la raya, no el guion, a su debido tiempo y la combinarían bien con los demás signos: en Bocalinda, un desbarajuste que saca de quicio al santo Job… En fin: he leído el libro lápiz en mano: no hay página que no contenga abundantes marcas e innumerables exabruptos. ¿Cómo osan vender un libro así?, ¿cómo se aprecian tan poco?, ¿cómo ofenden la dignidad de cuantos, de Gutenberg a hoy, se han dedicado a imprimir libros? ¿Cómo se atreverá Jesús Villegas a corregir los gazapos de los alumnos?
—Exageras —insiste el amigo.
—En lo que se refiere a la editorial, ni pizca. En cambio, el pobre Jesús Villegas es una víctima; el autor no puede estar en todo: bastante hace con pensar la historia, trazar los personajes, recopilar información, estudiar, escribir… El resto es trabajo de edición, pésima en este caso.
—Pero el libro es bueno…
—Ya has visto, por decirlo de manera delicada, que es perfunctorio. Si hubiera gozado de una edición mínimamente profesional, sería estupendo.
—¿Por qué?
—Porque tiene los ingredientes de la mejor novela negra, y bien cocinados: un argumento cuyas piezas encajan de maravilla; un desarrollo medido y sin grietas; unos personajes atractivos y caracterizados eficazmente; las oportunas dosis de violencia e intriga; una recreación de lugares, tiempos y ambientes documentada y expuesta de forma atrayente, aunque en ocasiones demasiado prolija. Y, salvo por las manchas editoriales que nos atormentan, la escritura es muy digna.
—Entonces lo uno redime a lo otro, ¿no? Además, ¿qué te importa?
—Quizás haya lectores a quienes le dé lo mismo una edición pulcra que otra descuidada; a muchos la incuria editorial nos resulta insufrible, hasta nos parecen una ofensa personal. Y una estafa.
—¿Estafa?
—He pagado lo que se paga por el buen género, me dan mercancía averiada: ¿es estafa o no es estafa? Y pienso también en el prestigio de la literatura de por aquí: ¿quién la va a tomar en serio? Por supuesto, ningún lector de ley.
—¿Hay remedio?
—Para la editorial, lo dudo. Para Villegas, buscarse una que dé la talla: todavía quedan.

Jesús Villegas Cano. Bocalinda. Ediciones Puertollano. Puertollano. 2021. Diecinueve euros.