domingo, 27 de septiembre de 2020

Iqra

La última vez que estuvimos en Tánger el amigo Abdellatif nos llevó a la nueva biblioteca. Salvo por el sitio y por un par de elementos demasiado obvios y contundentes de la fachada, me gustó; y me gustó más el nombre que le han puesto. Explicó Abdellatif que reproduce lo primero que el arcángel Gabriel le dijo al Profeta; por tanto, el comienzo del Corán, aunque el episodio haya venido a parar luego a la sura 96. Le ordenó: iqra!, o sea, ¡lee! El Profeta, iletrado, no pudo obedecer; de modo que el arcángel echó mano de ciertos métodos expeditivos de la pedagogía tradicional que en nuestros días lo hubieran desacreditado y hasta metido en la cárcel. Ea.

Mientras Abdellatif hablaba recordé que la Biblia también está llena de referencias e invitaciones a la lectura. Choca que, surgidas en tiempos donde el analfabetismo era lo común, las tres grandes religiones monoteístas se fundamenten en el prestigio de un libro. Choca igualmente, y espanta, que a menudo ese libro haya excluido a todos los demás, es decir, que la obligación de leer el libro sagrado haya vetado cualquier otra lectura; incluso, caso extremo, la lectura del libro sagrado en la lengua materna del lector y a su entender: cuestión espinosa en la que acaso no debamos entrar.

Sea como fuere, al concebir el blog que estrena usted en la pantalla, amigo lector, pensé llamarlo Iqra en homenaje a Abdellatif, a Larbi, a Tánger, a los buenos momentos que allí hemos pasado, y con la voluntad firme de volver en cuanto Esto —la mayúscula es forzosa— acabe. El nombre ya estaba pillado: me resigné; recurrí al versículo tercero del primer capítulo del Apocalipsis: Beatus qui legit, bienaventurado el que lee.

¿Bienaventurado el que lee? Habrá quien lo niegue; yo no tengo dudas. Hoy en bastantes lugares del mundo el analfabetismo está desterrado, se lee y se escribe más que nunca; no obstante, quizá por eso mismo, el prestigio del libro y de la lectura no utilitarios ha menguado notablemente; y a los que gastan los ocios leyendo casi nadie los llamaría bienaventurados: más bien friquis o cosas parecidas. ¿Es malo o bueno? Ni lo sé ni me importa: sé que hay muchas maneras de llenar el tiempo, que unas son más atractivas, accesibles o populares que otras, y que cada cual puede y debe hacer lo que le dé la gana. Ahora bien, friqui y todo, queda gente que lee por el mero placer de leer: los bienaventurados. Para ellos —para usted, lector amigo— se imaginó este blog.

Sin embargo… Sin embargo, ¿qué leen los que leen por el mero placer de leer? Me temo que la mayoría lee lo que lee la mayoría: productos de los grandes conglomerados editoriales, debidamente publicitados, y prescritos por prescriptores que comen de prescribir. Eso sí importa, creo. La literatura —y los demás afanes culturales— posee una clara vertiente industrial y un valor económico en el que no es preciso insistir: de la literatura viven numerosos editores, impresores, distribuidores, libreros… y unos pocos escritores. Hacer visibles a los demás, contribuir a que perseveren en la tarea, apoyar a las pequeñas editoriales y librerías son acciones que posibilitan el mantenimiento, siquiera precario, de la bibliodiversidad —tan imprescindible para la cultura como la biodiversidad para la naturaleza— y retrasan el advenimiento de la dictadura unánime y excluyente de los best sellers, buenos o malos, que eso es asunto distinto.

A apoyar la bibliodiversidad, precisamente, viene el blog; con toda la modestia del mundo, consciente de la debilidad de las propias fuerzas y sabiendo de su limitado alcance, pero confiado en conseguir alguna atención: por eso, y no por masoquismo, he añadido el «contador de visitas» ahí arriba, a la derecha. De cuando en cuando —¿una vez al mes?—, me detendré en un libro, en un autor, en una editorial de por aquí, cuya repercusión, a mi juicio, no iguale los merecimientos, y hablaré de ellos.

No soy el arcángel Gabriel, no los conminaré a que lean; pero si leen se lo agradeceré y los juzgaré bienaventurados.