Bocalinda
es una buena novela, bien pensada, bien compuesta y bien escrita, que debió de
llegar a manos del editor en forma de borrador avanzado. El editor quizá la consideró versión definitiva y la publicó desaliñadamente pensando que nadie
repararía en ello. Hoy hace un año enumeré aquí bastantes gazapos; enseguida el
editor y la claque, sin negarlos, saltaron tal que granizo en albarda contra el
atrevimiento como si les hubieran mentado a la madre. En ediciones sucesivas
han corregido algunos de los traspiés —no porque yo los señalara,
sino porque eran evidentes—, pero no han tocado otros muchos, de
los cuales me atrevo a decir dos, marcadores inmediatos de las ediciones
catetas: vocativos desamparados de comas y palabras partidas al tuntún a final
de renglón. Qué se le va a hacer.
Sin embargo, aquella
reacción virulenta me ha dado qué pensar acerca de este blog, mero
entretenimiento de un jubilado ocioso que no sabe jugar al dominó. Tal vez
convenga precisar algunas cosas:
Bots
aparte, ven cada entrada alrededor de doscientas personas; el blog alcanza,
pues, divulgación muy limitada. Pero quiero creer —de varios lo sé
fehacientemente— que los doscientos visitantes asiduos, sobre generosos, son
inteligentes, cultos, buenos lectores y de agudo espíritu crítico. Lo primero
—que haya escaso público— permite libertades; lo segundo —el público
selecto— obliga a evitar las tonterías. Con la espuela de la
libertad y el bocado del respeto a los lectores gobierno este jamelgo.
Teniendo en
cuenta que el blog trata de libros «de por aquí» y que el mundo de los libros
en general está lleno de gentes pagadas de sí mismas y susceptibles, acaso debiera
proponerme no pisar demasiados callos. No lo haré; a los habitantes del «mundo
del libro», en principio —en principio— no les debo nada; les he comprado el
producto, lo he leído a conciencia —bien o mal es otro asunto— y con buena disposición:
en paz estamos.
Cuando digo que
leo con buena disposición quiero decir también que no soy masoquista ni a estas alturas
de la vida estoy para perder el tiempo: espero que los libros resulten
placenteros y provechosos, y me satisface hallar un buen libro y hablar bien
de él. Pero, obviamente, no me chupo el dedo ni deseo parecer más tonto de lo
que soy alabando libros que no lo merecen: espíritu crítico y defensa de los derechos
del consumidor.
El espíritu
crítico expresado verbalmente se convierte en crítica. En numerosos órdenes de
la vida la crítica está institucionalizada y es profesional. En el de los
libros, lo mismo; se trata de una crítica docta que ejercen rigurosamente
personas de gran formación y se encamina tanto a enjuiciar como a orientar al lector común. Desgraciadamente, crítica tan encopetada apenas
repara en los libros «de por aquí». Por contra se ejercen hoy profusamente,
sobre todo en el universo digital, otros tipos de crítica más o menos limpios:
la crítica propagandística de editoriales y autores; la crítica mafiosa que
vende alabanzas y chantajea con censuras; la crítica olímpica de quien se cree
muy por encima del libro; la crítica banal que aplaude cualquier cosa; la
crítica usurera que presta elogios para cobrarlos luego, etcétera y etcétera.
Ninguna de ellas practico: la primera porque me sobrepasa, el resto porque las
prohíbe mi religión. Lo que yo intento es, gozosa, desinteresada y limpiamente,
dar cuenta lo mejor que sé de lecturas que me han gustado e invitar al prójimo
a que se sume a la fiesta, sin ocultarle los peros, siempre chicos, que se cuelen
de polizones.
Por último, y lo siento, no logro evitar en ocasiones otra crítica, ingrata pero a mi entender saludable: la
crítica derogatoria, pugnaz y vandálica —eso he dicho— que nace de una
decepción —nunca del afán justiciero— y que será tanto más áspera cuanto más
grande la decepción. A lo mejor no está bien vista en estas tierras; sin
embargo, creo, es precisa, útil y legítima: la ejerceríamos en un restaurante,
en un concierto, en el fútbol: ¿por qué no en el libro?
Huelga decir
que la crítica derogatoria —todas— debe apoyarse en hechos y que los hechos han
de ser contundentes, irrefutables por sí solos. Tampoco es preciso decir que se
puede —se debe— discrepar de mi valoración de los hechos, y hasta justificarlos,
pero, si son ciertos —lo son, lo son—, está feo eludirlos mediante juicios de
intenciones.
Y ahí
seguiremos, si Dios nos da salud, porque no sabemos jugar al dominó.