sábado, 23 de octubre de 2021

Una muestra de polvo (enamorado)

    La poesía es una emoción estética nacida de la confluencia —a veces delicada, a veces áspera, a veces diáfana, a veces incierta, nunca trivial— entre sonido y sentido que se produce durante la lectura del poema y es susceptible de renovarse —y mejorar— en lecturas o evocaciones posteriores. El poema, por su parte, es un objeto literario cuyo origen, en Occidente, se remonta a Homero. «Debe haber, en el más pequeño poema de un poeta, algo por lo que se advierta que ha existido Homero», escribió Ricardo Reis. Desde Homero a hoy la poesía nunca había olvidado la fuente. Ahora, sin embargo, hay poetas que, en lugar de recordar que existió Homero, se empeñan en recordar que Paulo Coelho —y otros de la cuerda— goza de buena salud.
    La boca vacía de Maurizio Coccolo no se inscribe en la secta de los coelhos. Los poemas que lo componen, quizá cronológicamente próximos y nacidos de un similar impulso creativo, se alinean con la genuina poesía que nace en Homero y recorre después los cauces de Breton, Bukowski, Caeiro, Álvaro de Campos, Cioran —poeta legítimo, sí—, Juan de la Cruz, Genet, Giorno, Efraín Huerta, el Neruda de las dos primeras Residencias, Vallejo, Verlaine… Es decir, se trata de poemas donde la confluencia entre sonido y sentido ni es trivial ni inmediata. Antes al contrario, es áspera, ardua y trabajosa, fecunda asimismo y, aunque polisémica, escasamente ambigua: trasmite la nítida conciencia de un mundo en extinción cuya caducidad irremediable se acepta no con resignación, sino con el consuelo —estoico o cínico, según— de revivir, poesía mediante, la antigua pujanza, efímera, es verdad, pero auténtica. Más aún, con alegría: «En la tristeza de lo perdido va implícita la alegría de lo que nos queda por perder», escribió el poeta el otro día en Facebook refiriéndose a ‘Malaquías de Irlanda’.
    Tienen, pues, los poemas un incuestionable aire elegíaco que de ningún modo los acerca a Sánchez Rosillo, el elegíaco por antonomasia de la poesía española contemporánea. No obstante, Fabero rubricaría los versos del poeta murciano: «Si escribes un poema y no es de amor, / más vale que no escribas o que rompas lo escrito». Todos los poemas de La boca vacía de Maurizio Coccolo son poemas de amor: amor a un tiempo, a unos sitios, a unas personas, a unos accidentes de la biografía, a unos libros… de cuya vigencia no cabe dudar porque la proclama una muestra de polvo.
    Si el sentido del libro es vigoroso, igual puede afirmarse del sonido. La ortografía, la puntuación, el léxico, la sintaxis y aun la disposición tipográfica son plenamente ortodoxos y hasta convencionales: no se permite Fabero ahí, en lo fácil, audacia ninguna. En cambio, se empeña en lo difícil: en las asociaciones insólitas de las que saltan chispas incendiarias, en las metáforas brillantes, en las imágenes preñadas de sugerencias. El poeta hace fluir estos materiales en versos sinuosos, de apariencia balbuciente, en donde la lengua se detiene, vuelve sobre sus pasos, se contradice irresoluta, se repite, o se despeña rauda por vericuetos inesperados. Tal manera de decir, rara vez asertiva —seamos modernos—, más bien perpleja, vacilante, como de andar a tientas o en estados alterados de la consciencia, propicia un clima nebuloso y escéptico que, sin excluir la lucidez, toma distancias frente a los lugares y rutinas comunes: acaso no estorbe volver a uno de los grandes poemas del siglo XX, Passagem das Horas, de Álvaro de Campos, que Fabero cita expresamente, acaso el yo lírico —seamos pedantes— de La boca vacía se sienta a menudo tão real como uma metáfora.
En cualquier caso, el lector durante la lectura de La boca vacía de Maurizio Coccolo siente la realidad, la verdad de las metáforas. Leer el poemario de Fabero es sumergirse en la poesía y salir empapado; la poesía lo impregna todo, está en todas partes, todo lo ilumina, es el asunto que prevalece sobre cualquier otro y obra el milagro de trasfigurar cualquier asunto en asunto poético. Además, la poesía es perenne, eterna, sólida, el único asidero inconmovible mientras alrededor cunde la ruina. No es poco entre tantos escombros.
    En fin, La boca vacía de Maurizio Coccolo es un libro grande de un poeta grande; de un escritor grande, en realidad, pues Fabero también cultiva la novela y al teatro. Personalmente tengo la convicción de que sus méritos no han alcanzado el reconocimiento que merecen. Ojalá y las cosas cambien; el hecho de que Mahalta, una editorial que será grande, se haya fijado en él permite aventurarlo.

Chema Fabero. La boca vacía de Maurizio Coccolo. Mahalta. Ciudad Real. 2021. Catorce euros.


jueves, 14 de octubre de 2021

'En donde resistimos'

    Que Francisco Caro se halla en estado de gracia es una realidad incuestionable: en los últimos años ha publicado un buen puñado de libros —y obtenido un buen puñado de premios— de los que, si no se puede decir que cada uno sea mejor que el anterior, sí cabe afirmar que alcanzan, todos, un nivel muy cercano a la excelencia. Puesto que el fenómeno es raro, y más entre autores «de por aquí», debemos congratularnos y agradecérselo.
    Podemos preguntarnos también, desde la tribuna de meros espectadores, de aficionados rasos, cómo es que algunos poetas vuelan tan alto mientras que otros, omnipresentes en las redes, atentos a cualquier oportunidad de promoción, no logran sino arrastrarse por el suelo. Dejando aparte el talento —la gracia que el cielo da o niega caprichoso—, la diferencia radicará seguramente en el lenguaje: todo buen poeta se construye un lenguaje propio —un escalón por encima del estilo propio—, inconfundible, que es, así mismo, una manera original de enfrentarse al mundo —de estar en el mundo— y de expresarlo. Eso se consigue aplicándose a la técnica, afinándola con lecturas en el diálogo incesante con otros poetas, delimitando humildemente el territorio —salvo los monstruos de la naturaleza nadie lo abarca todo— y ocupando en él una posición sustentada en cierta manera, peculiar, rigurosa y responsable, de mirar y obrar, es decir, en una actitud ética. Una vez conseguido el lenguaje, el poeta lo cultivará sin desmayo y sin rutina; de lo contrario caerá en la banalidad o, lo que es peor, se convertirá en epígono de sí mismo.
    El último libro de Caro —este: En donde resistimos— es un compendio exquisito de lo dicho: reconocemos a primera vista el lenguaje —el ideolecto— privativo, cuyos constituyentes y trabazón nos sabemos de sobra y, pese a ello, nunca deja de maravillarnos; encontramos huellas innumerables de lecturas: ecos sabiamente injeridos, poetas entrañablemente recordados, poetas conversados, prosistas muy cercanos a la poesía, y algunos de los santos patrones; aparecen varios de sus tópicos —entiéndase en sentido etimológico— favoritos; el agua en diversas formas —a veces símbolo, a veces material y palpable felicidad—; otras artes; los fogonazos característicos de sus definiciones certeras que para sí quisieran bastantes conspicuos aforistas. Pero estoy convencido de que los materiales y recursos enumerados sirven En donde resistimos, sobre todo y más que en otros libros, para transparentar y hacer que resplandezca —sin necesidad de mencionarla, que no es Caro poeta de abstracciones—, discreta y contundente, la actitud ética: respecto al amor, respecto a la poesía, respecto al mundo.
    Sería aceptable y legítimo, creo, poner el título del poemario —desde luego, aunque con riesgos, más nítido que el provisional con que se presentó al premio València— en aposición con el del poemario anterior: Aquí en donde resistimos. Nos quedaría entonces, por si fuera preciso, evidente la actitud del poeta, su sitio en el mundo. El deíctico marca el locus poetæ, que no es solo un lugar en el espacio, sino preferiblemente el bagaje, las armas y las compañías que fortifican al poeta y le permiten resistir… acompañado; la primera persona del plural no es, ni mucho menos, gratuita: el poeta resiste con —y gracias a— otros: el necesario refugio del amor de la amada, en primer lugar, que lo fortalece y reconforta, que no se confunde con él, pero forma con él un nosotros delicado e invencible; la amistad; la gente con quien se compadece; la poesía —lumbre y luz siempre en riesgo de apagarse, siempre encendida—; la naturaleza, los libros…
    Signo de los tiempos, la actitud de resistencia tiene en el libro dos caras: una que podríamos llamar general, metafísica, que es la de saberse por naturaleza frágil y perecedero —deleble, dice Ella terminante—, y aun así sentirse afiliado con dignidad insumisa a la permanencia solidaria y, en lo posible, feliz; la otra, inusitada, terrible y, confiemos, transitoria, es la pandemia, que no se nombra nunca y cuya presencia resulta, por eso precisamente, todavía más aciaga. Sitiado desde la cuna, sitiado ahora fuertemente y sin piedad por el virus, el poeta se afirma en su posición y nos trasmite —y nos alienta— de diversas y bellísimas formas la resolución de resistir, pero en plural: con el amor, con la poesía, con nosotros.
    Por otra parte, entre los sesenta y seis de En donde resistimos hay un buen ramillete de poemas memorables —literalmente: de los que conviene aprender de memoria y recitarse en silencio cuando convenga—, perfectos, que el lector descubrirá enseguida.
    Un libro, pues, espléndido, sin tacha, que vale bastante más de lo que cuesta.

Francisco Caro. En donde resistimos. Hiperión. Madrid. 2021. Diez euros.