sábado, 19 de diciembre de 2020

Macondo

Macondo, desde el pasado día 10 —festividad de la Virgen de Loreto y de santa Eulalia de Mérida, volátiles, huidizas—, es una librería en Almagro. El nombre, nada original, resulta significativo: trasparenta, según creo, la intención de llegar a convertirse en una buena librería literaria.

Aunque la historia del libro y la lectura en Almagro está sin hacer, parece muy improbable que en los últimos ochocientos años alguien haya concebido la descabellada idea de comer tres veces cada día vendiéndoles libros no utilitarios a los almagreños; desde luego, nunca nadie —salvo Francisco Romero: su hazaña, inverosímil, asombrosa, es de alabar por extraordinaria— la ha llevado a la práctica. ¿Asistimos, pues, a un acontecimiento histórico? Los acontecimientos históricos, para periodistas y políticos; a mí me importa indagar qué significa Macondo e insistir en que se trata de una novedad absoluta y un gesto de notable audacia.

Obviamente, una librería es una tienda. En las tiendas se ofrece lo que el tendero, de acuerdo con la propia experiencia, espera vender. Si la tienda dura y prospera es que sacia adecuadamente las demandas del público —devenido en clientela, en parroquia—, se anticipa a ellas e, incluso, las inventa. También obviamente, la librería no es tienda como las demás: primero, porque vende cosas superfluas, de prestigio menguante, en cierto modo excéntricas, y cuyo disfrute requiere adicción; luego, porque en la superfluidad y en la adicción existen grados. Quiero decir que a casi todo el mundo le place que le cuenten historias y que entender determinadas historias apenas precisa entrenamiento; o sea, en cualquier sitio hay mercado para los superventas, pero menos para La muerte de Virgilio o Larva.

El librero veterano conoce a los clientes —quizá criaturas suyas: el gusto se educa— y, en consecuencia, tiene en la librería lo que les apetece o les apetecerá; el que expone libros de pasto en una papelería o en una tienda de artículos de playa, otro tanto. Pero ¿y el librero novato?, ¿el que todavía no ha encontrado a la parroquia?, ¿el que sueña vender géneros que nadie ha vendido antes?

Ese, a nuestros efectos, es el más sugestivo. Cabe intuir que cuando echa a rodar la librería el librero incipiente se mueve entre el suelo firme de lo que se vende en todas partes y el cielo anhelado de su aspiración ideal, y que tal aspiración viene condicionada por la imagen que se ha forjado de sí mismo y, especialmente, la que se ha forjado del lugar en donde monta el negocio.

Empecemos por el final: ¿cómo es la imagen que los libreros de Macondo se han forjado de Almagro y los almagreños? Positiva, optimista, halagüeña: dan por hecho que en Almagro habita un número suficiente de personas cultas que saborean las buenas novelas, no le hacen ascos a la alta divulgación, se atreven con la historiografía rigurosa y con el ensayo solvente… y que están dispuestas a comprarlos en papel y en su librería. De todo eso —bien escogido y presentado en un establecimiento delicioso— hay en Macondo, sin olvidar los superventas dignos. Lo único que aún le falta es poesía: los plúteos de poesía y alrededores, de acceso incómodo para los viejos, no le dejan ni un triste huequecillo al pobre Brines, el último Cervantes, conque al resto…; rebosan, en cambio, de Marwanes, Sastres, Defreds, Aitanas, Galeanos, Coelhos, algún Benedetti y ¡una Dickinson! Se enmendarán.

¿Y cuál es la imagen que se han forjado de sí mismos? La desconozco, claro. Se aprecia a simple vista, eso sí, que aman los libros, son valientes —¡con la que está cayendo!— y que, jovencísimos, confían en las propias fuerzas y en el pueblo.

A partir de aquí empieza un proceso en el que la inclemente realidad y el diálogo entre libreros y público irán ajustando piezas, modulando afanes, contrastando expectativas y desbrozando caminos. Si sale derecho —saldrá: ¿no dicen que la fortuna ayuda a los audaces?, ¿no van a estar los almagreños a la altura?— veremos nacer y crecer una fecunda simbiosis entre Macondo y Almagro que acaso emule a otras ejemplares y envidiables. Ahora bien, si cae Macondo —digo, es un decir—, que no me vengan ya con las ampulosas y habituales flatulencias sobre la cultura almagreña —o sea, sobre la cultura de los almagreños—, que me reiré a carcajada limpia. Escrito queda.

Entre tanto, amigos lectores, les deseo cordialmente unas felices pascuas y un año nuevo apacible. Ojalá y Macondo anuncie tiempos bienaventurados.

Librería Macondo. Feria, 2. 13270 Almagro.

Teléfono: 623 12 49 14

Correo: libreriamacondoalmagro@gmail.com

domingo, 6 de diciembre de 2020

'Cingla'

No debería hablar de Cingla. En la entrada inicial del blog formulé un propósito: «de vez en cuando me detendré en un libro, en un autor, en una editorial de por aquí, cuya repercusión, a mi juicio, no iguale los merecimientos, y hablaré de ellos». Constantino Molina es de por aquí —nació en Pozo Lorente, al sur de la Manchuela, en 1985—, pero goza ya de un reconocimiento, si no a la altura de los méritos, mayor de lo habitual: sus tres libros han obtenido premios y los han publicado editoriales de campanillas que, salvo a Ciudad Real, llegan a todas partes.

Reitero, pues: no debería hablar de Cingla. Pero, olvidando el propósito y desoyendo los avisos del autor, lo haré; porque la poesía —cualquier poesía legítima— es siempre menos conocida de lo que debiera, porque Constantino Molina me gusta mucho, porque la lectura de Cingla quizá no les estorbe a bastantes poetas provinciales, y porque el libro es excelente. Desecho las dos primeras razones —la primera un truismo, la segunda asunto mío—. Paso a las otras.

El entusiasmo de Vox por las provincias me ratifica en la convicción que albergo desde joven: son nefastas; lo es, desde luego, la que me pilla cerca. Hablando de poesía, quizá convenga establecer que la perversidad de la provincia reside en materializar a la perfección cierta figura literaria: la sinécdoque. Por sinécdoque, la capital se expande y apropia del territorio provincial —mero alfoz: se beberá el Bullaque digan lo que quieran en el Robledo—, y lo anula. El fenómeno es tan obvio que la mayor parte de la gente no lo ve: uno de Villanueva de la Fuente o de Anchuras puede afirmar que es de Ciudad Real, ajeno a que tal falacia lo reduce a la condición de siervo manso. En el terreno cultural el hecho, innegable, provoca dos consecuencias funestas: hacia adentro desconoce cuanto no se ubique en el cogollo de la plaza del Pilar; hacia afuera blinda las fronteras provinciales e impide que se mire más allá de la cerca. Salvo, en ambos casos, que medie la bendición o el reconocimiento de Madrid, que entonces los capitalinos se derriten de gusto y lo aporijan. Como corolario inevitable, demasiadas —no todas, gracias a Dios— creaciones elogiadas en la capital de la provincia son provincianas, esto es, arcaicas, inanes, torpes, pero ampulosas y satisfechas de sí mismas.

De ahí que recomiende Cingla: a ver si hubiera alguien dispuesto a saltarse las bardas del corral, a caer en la cuenta de que, como decía don Antonio —un maestro mío—, «hay más mundo que de aquí a Cózar», a ver si alguien se mirara en el espejo… porque Cingla, un libro pensado —sentido— desde la provincia, es cualquier cosa menos provinciano.

En Cingla está el Constantino Molina que conocemos —que conoce cualquiera que lo siga en Facebook—: el humor acerbo y socarrón, la irreverencia, el navajazo sarcástico, el escepticismo, el asombro y la gratitud por los dones elementales del mundo, la identificación con lo marginal o lo mínimo, la inteligencia, las lecturas, la antipatía hacia cualquier forma de solemnidad y de artificio, la huida de los tópicos, la observación aguda… Están el pueblo, el padre, y la escritura limpia, clara y fresca como el agua del aljibe.

No quisiera parecerme a un cura de la palabra, pero decir que la poesía de Molina es toda inmanencia y nada de trascendencia es decir la verdad: abomina de tentaciones espiritualistas y hasta reflexivas, y se regocija —un cura, de la palaba o no, diría bien se refocila— en la pura animalidad.

Desde el primero, declaración de principios, al último, donde remarca pudoroso la coherencia de haberlos mantenido, Cingla nos regala un buen ramillete de poemas memorables que hablan del padre —«Autorretrato con arados verdes», «Diputación provincial», «Cingla», «Basilea»—, el pueblo —«CM-3209», «La vendimia»—, el oficio de poeta —«Metapoético y rural», con dos endecasílabos redondos: En su vuelo, de plomo amenazado, digno de Góngora, y Que ya vuela entre el brillo de escopetas como toda poesía cabal—, una forma peculiar de comunión con la naturaleza —«Mosquito», «Micción marina»—, o lanzan dardos envenenados —«Ornitología divina», «A un experto en la materia»—. Y más: «El sueño de los jabalíes», «Escorpio», «Aljibe», que estremecen, alumbran o levantan alfombras. Todo con voz claramente original y lograda, en la que hay ecos —así ha de ser— de poetas que también me gustan mucho.

O sea, una hermosura.

Constantino Molina. Cingla. Visor. Madrid. 2020. Catorce euros.