No debería hablar de Cingla. En la entrada inicial del blog formulé un propósito: «de vez en cuando me detendré en un libro, en un autor, en una editorial de por aquí, cuya repercusión, a mi juicio, no iguale los merecimientos, y hablaré de ellos». Constantino Molina es de por aquí —nació en Pozo Lorente, al sur de la Manchuela, en 1985—, pero goza ya de un reconocimiento, si no a la altura de los méritos, mayor de lo habitual: sus tres libros han obtenido premios y los han publicado editoriales de campanillas que, salvo a Ciudad Real, llegan a todas partes.
Reitero, pues: no debería hablar de Cingla. Pero, olvidando el
propósito y desoyendo los avisos del autor, lo haré; porque la poesía
—cualquier poesía legítima— es siempre menos conocida de lo que debiera,
porque Constantino Molina me gusta mucho, porque la lectura de Cingla
quizá no les estorbe a bastantes poetas provinciales, y porque el libro es
excelente. Desecho las dos primeras razones —la primera un truismo, la segunda asunto
mío—. Paso a las otras.
El entusiasmo de Vox por las provincias me ratifica
en la convicción que albergo desde joven: son nefastas; lo es, desde luego, la que
me pilla cerca. Hablando de poesía, quizá convenga establecer que la perversidad
de la provincia reside en materializar a la perfección cierta figura literaria:
la sinécdoque. Por sinécdoque, la capital se expande y apropia del territorio
provincial —mero alfoz: se beberá el Bullaque digan lo que quieran en el
Robledo—, y lo anula. El fenómeno es tan obvio que la mayor parte de la gente
no lo ve: uno de Villanueva de la Fuente o de Anchuras puede afirmar que es de
Ciudad Real, ajeno a que tal falacia lo reduce a la condición de siervo manso.
En el terreno cultural el hecho, innegable, provoca dos consecuencias funestas:
hacia adentro desconoce cuanto no se ubique en el cogollo de la plaza del Pilar;
hacia afuera blinda las fronteras provinciales e impide que se mire más allá de
la cerca. Salvo, en ambos casos, que medie la bendición o el
reconocimiento de Madrid, que entonces los capitalinos se derriten de
gusto y lo aporijan. Como corolario inevitable, demasiadas —no todas, gracias a
Dios— creaciones elogiadas en la capital de la provincia son provincianas,
esto es, arcaicas, inanes, torpes, pero ampulosas y satisfechas de sí mismas.
De ahí que recomiende Cingla: a ver si hubiera
alguien dispuesto a saltarse las bardas del corral, a caer en la cuenta de que,
como decía don Antonio —un maestro mío—, «hay más mundo que de aquí a Cózar», a
ver si alguien se mirara en el espejo… porque Cingla, un libro pensado —sentido—
desde la provincia, es cualquier cosa menos provinciano.
En Cingla está el Constantino Molina que conocemos
—que conoce cualquiera que lo siga en Facebook—: el humor acerbo y socarrón, la
irreverencia, el navajazo sarcástico, el escepticismo, el
asombro y la gratitud por los dones elementales del mundo, la identificación con
lo marginal o lo mínimo, la inteligencia, las lecturas, la antipatía hacia
cualquier forma de solemnidad y de artificio, la huida de los tópicos, la
observación aguda… Están el pueblo, el padre, y la escritura limpia, clara y
fresca como el agua del aljibe.
No quisiera parecerme a un cura de la palabra, pero decir
que la poesía de Molina es toda inmanencia y nada de trascendencia es decir la
verdad: abomina de tentaciones espiritualistas y hasta reflexivas, y se
regocija —un cura, de la palaba o no, diría bien se refocila— en la pura
animalidad.
Desde el primero, declaración de principios, al último, donde remarca pudoroso la coherencia de haberlos mantenido, Cingla nos regala un buen ramillete de poemas memorables que hablan del padre —«Autorretrato con arados verdes», «Diputación provincial», «Cingla», «Basilea»—, el pueblo —«CM-3209», «La vendimia»—, el oficio de poeta —«Metapoético y rural», con dos endecasílabos redondos: En su vuelo, de plomo amenazado, digno de Góngora, y Que ya vuela entre el brillo de escopetas como toda poesía cabal—, una forma peculiar de comunión con la naturaleza —«Mosquito», «Micción marina»—, o lanzan dardos envenenados —«Ornitología divina», «A un experto en la materia»—. Y más: «El sueño de los jabalíes», «Escorpio», «Aljibe», que estremecen, alumbran o levantan alfombras. Todo con voz claramente original y lograda, en la que hay ecos —así ha de ser— de poetas que también me gustan mucho.
O sea, una hermosura.
Constantino Molina.
Cingla. Visor. Madrid. 2020. Catorce euros.
Amigo Pedro, con injustificado retraso llego a tu blog. Sé de tu gusto desde hace tiempo por la poesía de Constantino. Y bien que haces. También sé de tus reservas. No conozco el libro, si algo de la poesía del albaceteño-madrileño que tiene gran personalidad. Voy a él, como voy al libro de otro albaceteño, Antonio Rodríguez: Nuestro sitio en el mundo. Este sábado es su tiempo. Gracias.
ResponderEliminarEl libro es muy bueno; tiene poemas formidables; creo que marca el tránsito del "poeta joven" (sea eso lo que sea) al poeta definitivamente hecho. Y con sentido del humor, que tanta falta hace, aunque sea un pelín ácido.
EliminarNo debiéramos poner puertas al campo ni tanta etiqueta a la poesía. Que si poesía joven, que si poesía madura, que si poesía femenina... Hace poco, asistí a la presentación de un libro de poemas en Palma, y la gentil introductora diferenciaba (aún estoy un pelín escandalizado, lo siento) la "poesía de la menstruación" de la "poesía del pene". Reconozco que llevo leyendo poesía desde hace más de cincuenta años y jamás me he topado ni con la una ni con la otra. Valga esto, don Pedro, para afirmar con contundencia que la poesía de Constantino Molina está más allá de las etiquetas con que, queriéndole hacer un favor, se le limite, y que "algunos poetas provinciales" le seguimos con interés y alegría, y que pedimos sus libros en nuestras librerías de cabecera y, tras purgar la pausa de su localización y envío (yo vivo en una isla, y pareciera que todo llega en "vaporetto"), y pagar religiosamente los euros que estipula el comerciante (comprar poesía es una actividad sanísima que recomiendo), la leemos con interés y desigual provecho, que, afortunadamente, no es orégano todo el monte, y Molina va a seguir creciendo, y mucho, como poeta, estoy seguro. Se puede escribir bien desde la inmanencia y desde la trascendencia, así como mal desde ambos presupuestos: atendamos al poeta sin hacer virtud de lo que sólo es opción.
ResponderEliminarHace bien en recomendar el libro, y al autor, aunque eso de "poeta joven" es un concepto que chirría más que los ejes de la carreta de Yupanqui. Hay quien después de los dieciséis años jamás volvió a escribir buena poesía, y ambos conocemos a algunos poetas excelentes que empezaron a publicar a los sesenta. La edad en poesía es mera anécdota.
Sea como sea, gracias por hablar de poesía y poetas, aquí, desde donde tan lejos -afortunadamente- se oye el rumor algo confuso de las a veces turbias aguas del feisbú.
Muchas gracias. Es cierto que ahora se compartimenta la poesía de una manera que roza la extravagancia en muchos casos. Yo no le hago ascos a ninguna siempre que sea buena. Por eso precisamente de vez en cuando les tiro algún pellizquillo a ciertos poetas provinciales demasiado satisfechos de sí mismos: si leyeran más y más afuera, serían mejores poetas. Podría decir nombres, pero todo el mundo los conoce. Desde luego, entre ellos no estás tú, que además vives oreado por el otro mar. Por mi parte continuaré leyendo, que los que no somos poetas también tenemos derecho a leer poesía y a opinar aunque no nos pidan opinión.
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