domingo, 8 de noviembre de 2020

Prodigios

 A don Alfonso González-Calero

Todavía ocurren prodigios, amigo lector: se lo aseguro. El jueves pasado, cinco exactamente; estos: llovió toda la noche; al levantarme vi un buitre en el tejado del vecino, la primera lavandera en la calle; terminé luego la novela de Chema Fabero que había empezado la tarde anterior; y, tras la siesta, leí poemas de Moga, de Hierro y de Nieto de la Torre. Cuando ocurre un prodigio me asombro y lo agradezco como si aún creyera en la divina providencia; las raras veces que se acumulan tantos vacilo entre creer en la divina providencia o echarme una copa de Peinado 100 Años. El jueves opté por lo segundo.

Copa en mano, vine a lo obvio: unos prodigios lo son más que otros. Es prodigio, y lástima, que el buitre —descaminado, enfermo, peregrino— agonice en un tejado a la vista y ante la indiferencia del mundo; prodigios la lluvia, que regresen las lavanderas —enseguida, el colirrojo del patio—, y que los poetas escriban poemas buenos. Sin embargo —me dará usted la razón, lector amigo— el mayor prodigio es que por aquí haya una novela como Orfidal blues.

Aunque conozco y he alabado unas pocas y muy notables excepciones, la mayoría de las novelas de por aquí me resultan indigestas. No por malas —haylas—, sino porque —acaso inevitablemente: esto es arrabal del suburbio madrileño— nacen con un ramalazo epigonal y una sumisión a las modas excesivamente rebañegos: ahora que remite el turbión de novelas históricas, llegan en diluvio las convencionales naderías de la España vaciada, los ajustes de cuentas familiares, o el heroico pugilato de buenos contra malos en la posguerra de nunca acabar. Novelas ejemplares de filiación meridiana.

Gracias a Dios, Orfidal blues no encaja ahí. Chema Fabero, —que ha practicado la información local en Puertollano, ha ejercido varios oficios teatrales y escrito obras de teatro, y ha publicado Alma breve de los pájaros, un libro, aproximadamente, de aforismos y otro de poemas— vive en Membrilla, periferia de la periferia. Disponía, pues, de las herramientas precisas para amasar algún engrudo de abnegados meloneros a la moda. Si le ha asaltado la tentación, no ha sucumbido; al contrario: en Orfidal blues narra una historia común y eterna —la de la vejez, la decrepitud, la añoranza, la soledad y sus neurosis, las ilusiones o los delirios del amor, su poso amargo—, en un marco temporal definido vagamente —los amenes del siglo pasado—, y en un espacio —Madrid— que apenas es telón de fondo.

Nos sabemos la historia, dirá usted. Claro; lo que no sabrá hasta que la lea es la maestría con que está contada. Se trata de un diario, que abarca del 23 de noviembre —quizá de 1995— al 1 de enero, escrito por alguien que gozó de la celebridad y el éxito, pero que ahora, «a los setenta y cuatro años, casi setenta y cinco», no tiene más que el pasado y la gata Laura. Puesto que un diario puede verse también como un monólogo cuyo público se reduce —por lo pronto: muchos aspiran a más— al propio diarista, lo que Fabero —al fin y al cabo, hombre de teatro— nos ofrece es, en realidad, un monólogo teatral revestido de diario: el lenguaje, sinuoso, zigzagueante —pero propio y certero—, dúctil y culto —pero llano—, pautado de fórmulas que hacen de balizas o jalones; la información, dosificada con habilidad extrema: ya a borbotones, ya mediante la insinuación o el detalle de apariencia nimia; la complicidad con el lector/espectador, buscada mediante coloquialismos, sobrentendidos, guiños o llamadas; el levísimo argumento, que se precipita —es un decir— a partir del 19 de diciembre y se tiñe —otro decir— de trama policial; el protagonista, de un patetismo risible y, no obstante, digno de comprensión y respeto; los personajes secundarios, incluyendo a Laura, perfectamente trazados; el escenario, o sea, la vivienda del protagonista, que comparte con él decrepitud y memoria… todo suena a teatro y al teatro cabría adaptarlo sin dificultad. Y todo, para resumir y volver al principio, es un verdadero prodigio literario —no solo de por aquí— que usted, lector amigo, debería probar. Si quiere.

¿Taras? Escasas y veniales: algún desliz tipográfico —recurrente, eso sí—, dos o tres errores de concordancia provocados, sin duda, por cambios de última hora, un mal entendido que debería ser malentendido… y la catástrofe —general e irremediable, me temo— de que los posesivos, invasores, hayan aniquilado a los artículos, autóctonos.

Y, por lo que me atañe, una observación pertinente. La dedicatoria del libro reza: «A don Pedro Torres, por supuesto». Por supuesto, no soy yo.

Chema Fabero. Orfidal blues. Tandaia. Santiago de Compostela. 2020. Dieciséis euros.