Sabor de
moras en agosto es un libro excelente: debería dar que hablar. Me temo, sin
embargo, que por aquí pasará inadvertido. Manuela Temporelli, la autora,
aunque nacida en Madrid, procede de Alcázar y vive permanentemente en Cinco
Casas desde hace muchos años años; es cierto que sus quehaceres profesionales y
poéticos han estado orientados a Madrid; pero también es cierto que por aquí
pocos se han enterado de su existencia: por poner dos ejemplos —los pongo solo por
su valor de síntoma y por la extraordinaria generosidad de ambas empresas—, no figura en Cántiga, y para entonces Temporelli ya había publicado Cuaderno
de Budapest, que tuvo notable difusión, ni Galanes la ha retratado todavía.
Claro es que ni Fernández ni Galanes tienen la culpa, ni Temporelli es la única
invisible: por el contrario, la culpa está bien repartida y los invisibles abundan.
Pero a los lectores corriente estas cosas nos traen sin cuidado: no pretendemos
arreglar el mundo, nos basta con leer buenos libros.
Este lo es, indudablemente. Se divide en tres partes —«Un poco de locura en primavera», «Voy a volver a
mí» y «Mayo y Darío»— y un epílogo dedicado a Guadalupe Grande Aguirre.
El libro entero también está dedicado a Guadalupe Grande Aguirre —así, con los
dos apellidos»—. Si reparamos en que bajo la dedicatoria va una confesión
—«Ignoraba que se pudiera morir tres veces»—, que hay un poema dedicado a Juan
Carlos Mestre y que Mestre firma el paratexto de la contraportada, podemos
hacernos una idea de a quiénes se encomienda la autora.
Un lector
desatento o apresurado podría pensar que las tres partes nada tienen que ver
entre sí. Estaría equivocado. Sabor de moras en agosto, como todo libro
de poesía digno del nombre, pretende abarcar un mundo; en este caso, el mundo en
tanto que estructura social, económica, política… donde habitan y padecen los
seres humanos. Pues bien, cada parte del libro se para, de lo más grande a lo
más pequeño, en una de las tres capas en que el mundo puede perfectamente
dividirse: la primera, en lo general o global; la segunda, en lo personal y social
próximo; la tercera, en lo familiar doméstico. Y hay una nítida coherencia
poética, moral e ideológica entre las tres. Veámoslo.
«Un poco de
locura en primavera» es un solo poema que se desarrolla en quince secciones.
Hablan, sí, de locura y primavera: pero ni la locura es enfermedad mental ni la
primavera estación del año. La locura es, por emplear una expresión célebre, el
«malestar en la cultura», es decir, la alienación inevitable que
produce vivir en un mundo inhóspito, en un mundo enfermo; la primavera es la remota esperanza, colándose por algunas rendijas, de que el mundo sane. Es, pues, entre otras cosas, un
poema político, pero no es un poema de explícito contenido político ni guarda
un átomo de demagogia: es un poema de altísima calidad lírica, donde se
alternan formas muy distintas —del endecasílabo blanco al versículo, la prosa aforística o la lamentación de aire bíblico— creando en el lector un
desasosiego emocionado que revive la locura del mundo, su ordenado desorden que
enferma, mediante un lenguaje y con unos recursos de gran poeta. Me atrevo a
afirmar que leer este magnífico poema, uno de los mejores que yo he leído últimamente, es para el lector la primavera.
«Voy a volver a
mí» reúne trece poemas referidos al ámbito personal de la autora y su mundo
social cercano: los amigos muertos y vivos, los recuerdos, las circunstancias que
la han hecho ser quien es, la dichosa pandemia… Los unen los ojos y la voz de la
poeta, pero su vínculo estructural es más tenue. De todas formas, la calidad
lírica sigue alta y algunos de los poemas —Llamadme Ismael, que no es lo
que parece, 2020, Postguerra— son muy buenos.
«Mayo y Darío»
está centrado en los nietos. Es un tema delicado: se presta, y más en
estos tiempos, al tópico, a la blandenguería y, lo que es peor, a presumir heroica
y ridículamente de algo que a los abuelos se nos da hecho. Temporelli
esquiva los riesgos apoyándose en tres pilares: el magnífico poema inicial —que
lleva una nana en seguidillas, como las de Hernández—, el último —Testamento,
un romancillo muy bien disimulado— y que el resto sean glosas a lo dicho por
los niños.
Un gran libro,
reitero, cuyo valor no merman algunos mínimos deslices. Señalo tres: un
«deshechos» (pág. 20) que acaso debería ser «desechos», un «adjuro» (pág. 42)
que debería ser «abjuro», y una mejor redacción —quizá una coma fuera
suficiente— en el final del segundo párrafo del epilogo. Poca cosa.
Manuela Temporelli.
Sabor de moras en agosto. Bartleby Editores. Madrid. 2022. Trece euros.
Conocí a Manuela cuando llevaba la tertulia poética de Comisiones Obreras, ya era lo que es, poeta entre poetas. La vez última nos saludamos en Toledo, a primeros de este septiembre, pero reconozco que no la he leído suficiente, ni suficiente ha publicado. Espero encontrarme con sus "moras" en alguna librería. Tu lectura las hace apetecibles. Y lo de la invisibilidad se debe a la distancia. Alcázar de San Juan parece tan lejana a nuestra cotidianidad provincial que lo justificaría. Sé que ella sigue acercándose a Madrid, más cerca de Alcázar que Ciudad Real. (Por cierto, no será Madrid, en lugar de Madrie, en la ficha que cierra tu texto sobre el libro).
ResponderEliminarHa publicado poco y en las publicaciones se nota un progreso indudable. Creo que este libro es el mejor, el más maduro y el más complejo. Efectivamente, Alcázar está más cerca de Madrid (Madrid: corregido), pero también es verdad que las "élites culturales" de la provincia no ven mucho más allá de la Plaza del Pilar: alguna vez habría que darle una vuelta al asunto.
EliminarEfectivamente, es un buen libro. Cuando lo cerré, lo primero que le dije a otra amiga poeta, era que "Sabor de moras en agosto", era el mejor poemario de la actualidad, que he leído en mucho tiempo.
ResponderEliminarEs bueno, sí. A ver si tuviera la repercusión que merece.
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