En bastantes
lenguas, antiguamente, los términos para designar la plata y el mercurio —aquí
llamado azogue hasta antes de ayer— se hallaban léxicamente muy próximos. Tan
próximos que a ambos se les daba el mismo nombre —el de la plata—; solo le añadían
un adjetivo cuando era necesario precisar que se hablaba del mercurio: quicksilver,
vif-argent, argent vivo… Había entonces, claro está, menores
sutilezas científicas, y una creencia generalizada que, paradójicamente, la
ciencia ha terminado, poco más o menos, por confirmar: la materia es una y
esencialmente idéntica aunque se nos presente en formas muy distintas.
La unidad
esencial de la materia y sus innumerables variaciones produce asombro y da que
pensar. A algunos poetas, además, les abre posibilidades: por ejemplo a Teo
Serna. No conozco poeta más materialista, es decir, más interesado en la
naturaleza material de las cosas y en su observación y manipulación por
procedimientos diversos que Teo Serna. Este libro es una muestra clarísima, igual
que no hace tanto el Tratado de piedras.
Se ve desde
el propio título y enseguida se ratifica en la primera parte del libro —«Arquímedes
tenía razón»— que este se articulará sobre la dialéctica plata/azogue, la
confluencia de ambos elementos en los espejos —esos artefactos cuyo valor
simbólico, feracidad especulativa y potencial de seducción literaria acaso solo
sean comparables a los de los relojes—, y su encaje en la condición de materia
que, por decirlo un poco a la ligera, se pesa, se mide, y obedece a leyes que
el ser humano es capaz de averiguar. Naturalmente, alguien podría argüir que el
poeta se fija en la materialidad de las cosas por su valor simbólico, o sea,
que la usa para significar otras cosas. Llevaría razón, por supuesto; sin
embargo, ello no empañaría una querencia que distingue nítidamente a Serna de
los demás poetas. ¿De dónde vendrá tal querencia? Me atrevo a suponer que de su
condición de artesano: de artista que, ya se desempeñe como pintor, escultor,
músico o poeta, manipula —pesa, mide, mezcla, amasa— la materia con sus propias
manos cotidianamente, y la conoce bien y conoce bien el léxico especializado y
técnico con que hablar de ella.
Del trato
delicado y riguroso y de su familiaridad con la materia nace otro de los rasgos
de la poesía de Serna que en el nuevo libro corrobora el lector y aprecia
cabalmente. Alguien dijo de alguien —no recuerdo ahora ni al uno ni al otro ni me
voy a levantar a indagarlo— que había leído toda su poesía, aunque
afortunadamente no todos sus poemas. Quería decir que esa poesía era idéntica,
reconocible, suya, pero que se la servía al lector de manera nueva en el molde
diferente de cada poema particular. Es algo que ocurre con todos los poetas
grandes —y aun con muchos de los medianos y más chicos—; no obstante el
caso de Serna se me antoja ejemplar por extraordinario: su creatividad es tan
exuberante, sus intereses tan variados, sus conocimientos tan amplios, su
oficio tan aplicado y severo, sus inquietudes y curiosidades tantas, que cada
poema es, a un tiempo, esperable —por ser fruto de una voz magistral que todo
lector tiene bien conocida— y sorprendente —en tanto que pieza única en donde
la maestría parece (solo parece: enseguida habrá más) haber marcado un hito
insuperable—. Leer El azogue y la plata es, pues, un gozo: nos ofrece al
mejor Serna de siempre bajo la forma de un buen ramillete de poemas
excepcionales. ¿Difíciles en algunos casos? Sí. ¿Cultos y aun culturalistas a
veces? También. ¿Herméticos? Nunca. Y, por añadidura, muy fecundos y no solo
desde el punto de vista estrictamente poético o literario: también desde el
moral en el mejor y más amplio sentido de la palabra.
Por otra parte,
está muy bien editado: si yo tuviera que buscarle alguna pega —y sería más
prejuicio mío que vicio objetivamente reprochable— solo hallaría cierta
sobreabundancia de comas que, de cuando en cuando, hacen la lectura espasmódica
sin encauzarla. La calidad de la edición, no hay que mentarlo, se debe a
Mahalta: en su corta andadura, Mahalta llevará docena y media de libros
publicados impecablemente. En una tierra donde tal pulcritud no es norma
resulta obligado pregonarlo y desearle larga vida.
Leyendo El
azogue y la plata celebré ayer el Día Internacional de la Poesía: no salí
de casa ni oí al pobre Tamames. Ahora, escribiendo esto y regresando al libro
de vez en cuando, he vuelto a celebrarlo. Si le apetece, hágalo usted, amigo
lector.
Teo
Serna. El azogue y la plata. Mahalta Ediciones. Ciudad Real.
2023. Catorce euros.