Como voy a hablar enseguida de una alumna aventajada de Pero Grullo —leo: Agua ya congelada / por frío intenso / es lo que comúnmente / se
llama hielo; recuerdo de inmediato: Y Pero Grullo / a la mano cerrada / llamaba puño— no estará
de más empezar con una perogrullada. Abundan las cosas triviales en sí mismas cuya
capacidad de señalar otras importantes obliga a considerarlas: basta pensar en
los síntomas, nimios a menudo, de muchos males graves.
Algo de eso hay en este libro de la almagreña María
Camporredondo, que Almud publicó hace unos meses. La obra es una nadería desechable,
pero puesta en su contexto da pistas excelentes sobre ciertos rasgos, no
precisamente halagüeños, de la sociedad española del siglo XVIII.
Por ejemplo, sobre el estado y la enseñanza de la filosofía
y de las ciencias. Cuando vivió Camporredondo ya habían pasado por este mundo
gentes como Copérnico, Galileo, Descartes, Newton o Leibnitz. Pues bien, en
cuanto a la filosofía, nuestra autora se queda en la escolástica más apolillada
y, en cuanto a la ciencia, no pasa de Aristóteles. ¿Tiene la culpa ella? Creo
que no: salvo contadas excepciones, así era España en aquellos tiempos, así
eran sus doctos, sus universidades.
Sí estaba al día Camporredondo en lo que se refiere al
folclore y a la poesía popular. Sabemos que desde finales del siglo XVI la
seguidilla fue con diferencia la forma preferida por la poesía popular de toda
España —no solo de la Mancha: tiene poco sentido a este respecto hablar de
seguidilla manchega—. Oiría seguidillas en la calle, en los salones, en el teatro; probablemente las cantara y bailara: la seguidilla entonces estaba en
todas partes. Ningún español, por adusto que fuera, podía sustraerse a su
encanto. No es raro, pues, que Camporredondo se atreviera a escribirlas; lo raro, y hasta extravagante, es que las usara para un tratado de
divulgación filosófica.
¿Por qué lo hizo? En primer lugar porque le gustaban: se
nota que las conoce bien, que está al tanto de sus convenciones y usos, y de vez en cuando le salen deliciosas. Pero, desde luego, Camporredondo no es poeta
ni siquiera versificadora medianamente hábil: Miguel Hernández usó idéntica estrofa —la llamada seguidilla compuesta— para las Nanas de la
cebolla, un asunto tan ajeno en principio a las seguidillas como la divulgación
filosófica, y las diferencias son evidentes.
Lo hizo también, según dice, para acercar la filosofía a
«hombres, mujeres y niños» y para que «niños y niñas» —sí: «niños y niñas»; antes no era preciso, ahora es obligado—, aprendiendo estas
seguidillas de memoria, estén familiarizados con la filosofía cuando andando el
tiempo tengan que aprenderla en latín. Dudo que lo consiguiera, la verdad. Las
sutilezas del Doctor Sutil pasadas por la trituradora de Camporredondo se
convierten en un galimatías plagado de latinajos difícilmente accesible —no digamos atractivo— para sus expresos destinatarios. A ella, que no parece tonta, tal inconveniente
no se le debía escapar.
Insisto: ¿por qué lo hizo, en realidad? Pienso que el verdadero
motivo —lo demás son pretextos— es reivindicar su condición de mujer instruida:
demostrar que es capaz de la hazaña, darles a roer cebolla a los doctos «que me afirmaban era imposible» y desacreditar otras vulgarizaciones —¿cuáles?: la frase es
enigmática y merecería investigación— «que, desnudas de lo puro, se visten de
colorado».
O sea, no extraña y es de agradecer que el libro se incluya en la Biblioteca Añil Feminista de la editorial, porque Camporredondo
—a su manera y con no pocas limitaciones: se casó con su tío; quizá no
libremente ni por amor— lo era avant la lettre, al menos en lo
intelectual: de ahí que se apresure a emparejarse con las «mujeres grandes [que]
han escrito en nuestra España dando muy bien a entender […] la solícita
aplicación a los estudios y la despejada claridad de sus entendimientos», y aun presuma de haber
ido un paso adelante.
Al acabar el libro el lector se queda con ganas de saber
más de esta mujer inteligente, culta, buena representante de las mujeres de una
determinada clase social del momento y cuya peripecia vital tanta información
podría darnos sobre el Almagro dieciochesco. Camporredondo nació aquí y aquí
vivió: ¿no habrá ningún historiador almagreño que se atreva a indagar?
La edición, supongo, ha corrido a cargo de don Santiago
Arroyo Serrano, «miembro del Grupo de Investigación Reconocido del Hispanismo
Filosófico de la Universidad de Salamanca»: mera faena de aliño; acaso el libro no dé para más. Hubiéramos
esperado, por la lejanía de Escoto al «lector medio» de hoy, notas aclaratorias imprescindibles y, pues moderniza la
ortografía —aproximadamente: hay, y no es lo único, un «varón de Ginosa»
disparatado—, que hubiera modernizado así mismo la puntuación.
María Camporredondo.
Tratado philosóphico-poético escótico. Almud, ediciones de Castilla-la
Mancha. Toledo. 2021. Quince euros.
Hay que recuperar a las mujeres que lo intentaron. Si es por eso.
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