No quisiera verme en la cofradía
de Pablo Casado, el orador que pilla una imagen y, aunque sea brillante, tanto
la soba, la estruja y la gasta que al cabo, para sonrojo propio y vergüenza
ajena, la deja percudida e inservible. Sin embargo, cuando vi Jardín
botánico, el último libro de Gallego Ripoll, pensé que los jardines son un
producto cultural mucho más sofisticado que la vivienda, la ropa o la cocina;
que la jardinería aventaja a la agricultura en la senda de la humanización
porque se halla exenta de cualquier afán utilitario —de utilidad inmediata,
quiero decir— y se encamina directamente a la belleza, útil también, por
supuesto, pero no de manera inmediata; se me ocurrió que, al menos en esto —en
lo de la belleza y la utilidad— la jardinería es semejante a la literatura o,
más en concreto, a la poesía; y que el jardín botánico, al añadir la curiosidad
por el conocimiento de lo exótico, valdría para ilustrar cierto tipo de poesía
reflexiva e indagatoria, alejada de la comunicación frívola… En fin: andaba yo resbalando
por el terraplén de Casado, y hubiera caído si, afortunadamente, abrir el libro
no me hubiera llevado ipso facto a otro sitio bastante menos trivial.
Jardín botánico es un libro
estupendo, complejo, hondo, difícil. Se organiza, efectivamente, como un jardín
por cuyas partes —la verja, el sendero, la umbría, el laberinto, el arboreto, el
estanque— va paseando el lector desde el «Propósito» inicial, que no es un mero
deseo, hasta el «Alegato» final —buen guiño a Francisco Caro y su
patio—, donde el propósito se recoge y ratifica sobrepasado, trascendido. En
medio, lo que imaginábamos paseo deleitable y ligero enseguida se torna camino
iniciático por lo trascendente, no hacia lo trascendente. La
distinción es necesaria, porque para el poeta lo trascendente no es algo afuera
o por encima del hombre y del mundo, sino la comunicación del hombre con el
mundo. Tal comunicación —más bien fusión— provoca en el lector el
estremecimiento de lo sagrado, el cual, lógicamente, tampoco tiene mucho que ver
con la religión —ni siquiera con la religiosidad— entendida convencionalmente;
por el contrario: se relaciona con un fondo más antiguo que está
encontrando en nuestro atormentado presente una nueva vitalidad; podríamos
llamarlo, con las debidas cautelas, panteísmo o, si se antoja mucho, animismo. El libro es, pues, hondo: toca
cuestiones esenciales que afectan a lo que somos y a nuestra relación con la naturaleza
en un tiempo en que esta se deteriora irremediablemente.
Es complejo, así mismo. Quiero
decir que, estando como está ahora la poesía, alguien podría temerse una
lección de ecologismo barato, de recetas de autoayuda, empatía o cosas
parecidas. Nada de eso: ni en el fondo ni en la forma. En Jardín botánico
encontramos la complejidad misteriosa, inefable, de los místicos —un poema se
llama «Sefirot»—, su oscuro saber luminoso y verdadero ubicado en un plano
distinto del de la razón y la ciencia. Encontramos igualmente —consecuencia inevitable— una postura ética, un modo de vida, muy exigente que no nace, es obvio, de nadie superior
ni se expresa en mandamientos formularios y coercitivos; ni siquiera nace de un
compromiso personal explícito: nace de saberse parte de un todo, ya lo he
dicho, sagrado, acaso no bien comprendido ni inserto por completo en la
tradición occidental —otro poema se llama «Iwakura»—.
Y Jardín botánico es
difícil. Si hemos visto que el fondo es complejo, la forma también lo es. No,
claro está, a la manera de los tratados filosóficos, sino por razones meramente
poéticas. La poesía es —incluso para quienes proclaman lo contrario— un
lenguaje especial, capaz de expresar lo inexpresable, o sea, lo que el lenguaje
común no puede expresar. Lo hace, por supuesto, por procedimientos poéticos;
esto es, con códigos propios cuya comprensión no elude el enigma ni el misterio
y requiere aprendizaje. En el caso de Gallego Ripoll, el dominio del lenguaje poético
alcanza aquí su mejor nivel: ceñido al asunto y a la intención, sabe convertir
en alta poesía —pienso, por ejemplo, en «Ailanto»— lugares comunes de datación
antiquísima que en manos de cualquier otro hubieran resultado insustanciales o
frívolos. Para comprobar la maestría del poeta basta leer un pequeño ramillete: «Propósito»,
«Un sencillo consejo», «Riar», «Peristilo», «Flor de jacarandá», «Laberinto en
el claro del bosque» o el formidable romance endecha de «Certeza»… Ahora bien: sería imperdonable no leer
—y releer— completo este libro excelente que proporciona goce verbal, emoción, e
incita a la reflexión: poesía útil y bella, si es que las dos cosas no han de
ir necesariamente juntas.
Además, Jardín botánico
está editado de maravilla —la cubierta de es un acierto innegable— por
Cuadernos de la Errantía. Muchas gracias, Raúl y la compaña: ojalá se consolide
el proyecto.
Federico Gallego
Ripoll. Jardín botánico. Cuadernos de la Errantía. Madrid. 2021.
Quince euros.
Federico escribe no tanto para comunicar ni para entenderse, que se entiende y no tiene afán de adoctrinar a nadie. Federico escribe desde la percepción primera y su vocación decidida de transformarla en lenguaje poético. En ese tránsito desde los sentidos a su fijación (no importa tanto si más o menos transitiva) aparece la conciencia de la belleza como lugar desde donde, como jardín necesario, como refugio y meta. El poema, que no es sino una solución entre lo posible de otras, adquiere en Federico la importancia capital. Entre sus paredes vive. Por sus paredes crece. Debe contener el temblor de lo humano, y debe participar de la tensión "soportable" del lenguaje. La otra es inútil, banal, se llama fugacidad o vanguardia. (Hablo de la auténtica, de la que se establece entre el borde de lo posible y el muro de lo imposible que el material -las palabras- posiblitan). Añádase la armonia sosegada que percibe quien ve que ha rozado la belleza. Del jardín, del patio, del poema, de la mañana. Jardín Botánico
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