jueves, 18 de noviembre de 2021

Grata sorpresa

Coinciden ahora en las librerías —en las que coincidan, que no serán tantas— dos buenas novelas de autores manzanareños. De una, Bocalinda, he hablado; de la otra, esta, en edición más misericordiosa —sin alcanzar la excelencia: ahí quedan el uso anárquico de las mayúsculas, el baile en tierra de nadie de los puntos suspensivos, los despistados guiones que deberían ser rayas, los vocativos desnudos, una falta de ortografía de las que se le escapan al corrector del Word en la página 136, algún laísmo—, también quiero hablar porque, si no redonda, es notable y, además, bastante significativa en el panorama literario de por aquí.
Conozco a Gallego gracias a los blogs, que lo muestran como un hombre culto, de amplias lecturas y variados intereses, y como un profesor concienzudo, riguroso, superador del molde de lo convencional; y había leído el poemario que le publicó la BAM. Sin embargo, pensaba que la poesía era agua pasada —ni está en Cántiga ni en Poetas con luz ambiente, y mira que faltan pocos—, ignoraba su faceta de narrador y, desde luego, no esperaba llegar a encontrármelo en una novela sorprendente y gratísima como esta.
¿Por qué me ha sorprendido? No por la trama, aunque esté bien construida y dispuesta; aunque las distintas fases y los episodios que las constituyen se dirijan sabiamente —si bien de manera sinuosa— hacía el violento final, algo así como el trueno gordo en el que se compendian, explotan y dejan al lector deslumbrado y boquiabierto todas las piezas que el novelista había ido colocando diestramente a lo largo del libro.
Tampoco me han sorprendido los personajes: a la mayoría, principales y secundarios, los tenemos vistos desde el siglo XIX o antes: el poderoso déspota, la cónyuge apocada y doliente, el heredero crápula y desgraciado, la sirvienta abnegada, la beata cotilla, el poeta gorrón… Ello no quita, y habla a favor de su destreza, para que Gallego los caracterice muy atinadamente y actúe sobre sus rasgos estereotipados como mejor conviene a los objetivos e intereses del libro. Y no quita, creo, para que los lectores de Manzanares puedan jugar, quizá, a identificar personas de carne y hueso tras ciertos nombres y figuras que a los forasteros nos escaparán.
Ni me ha sorprendido la recreación de ambientes, que es maravillosa: en La Casa de María vive todo el Manzanares del siglo XX —desde las elegantes y lujosas casas burguesas de principios del siglo a los pisos, con pretensiones o sin ellas, del desarrollismo y los amenes de la misma centuria; de los pubs a las ermitas; del lupanar a la iglesia; de la agricultura arcaica al polígono industrial— y allí podemos ver los sueños de grandeza y las frustraciones de una agrociudad —el tecnicismo es de Gallego— que no ha llegado a ciudad ni ha acabado de parecerse a los espejos en que se miraba.
Menos aún me ha sorprendido la historia externa —la local y la de afuera—, marco de la frustración y el estallido de los sueños, que, pese —acaso gracias— a la sobriedad espartana en los medios, el autor refleja de forma eficacísima y certera.
Podría seguir desmenuzando el libro a base de lo que no me ha causado sorpresa, pero la reseña, docta e iluminadora, de Fernando Gómez Redondo publicada en Abc —y replicada por González-Calero en el número 484 del benemérito Libros y nombres de Castilla-La Mancha— me libra de intentarlo.
Paso, pues, a lo que me ha sorprendido. Tres cosas: la técnica novelística, la calidad de la prosa y el «Prólogo a modo de reclamo, o sobre el Neovelismo manchego».
La técnica la analiza estupendamente Gómez Redondo: a él me remito; solo diré que es audaz y se parece poco a la balumba de noveluchas ramplonas, lineales, rastrojadas, decimonónicas, de por aquí.
La prosa es brillante, unas veces ubérrima, flexible y delicada, y otras escueta, contundente y áspera, según corresponda, pero siempre de una calidad inaudita para lo que se estila: original, nunca oficinesca, rutinaria ni desgalichada; una delicia.
En cuanto al prólogo, merecería estudio detallado. Por ahora basta apuntar que, aun destilando vagones de refinada ironía, se me hace superfluo. No obstante, lo decía al principio, es muy significativo: si Gallego ha sentido la necesidad de incluirlo para explicar la novela y buscarle patronos será porque tiene escasa fe en la pericia de los potenciales lectores, es decir, porque recela de que La Mancha sea tierra fértil en donde su novela arraigue y se difunda. A lo peor lleva razón.

Manuel Gallego Arroyo. La Casa de María. Almud, ediciones de Castilla-La Mancha. Toledo. 2021. Quince euros.

4 comentarios:

  1. Estoy con Bocalinda, iremos a por La casa de María. Ese gusto por el lenguaje, esa narración fragmentaria y diacrónica que se adivina, y ese afán de riesgo que intuyo merecen la pena.

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  2. Y es verdad. Me parece este texto un magnífico testimonio. Testimonio de los mismos miedos. Gracias.

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