Coinciden ahora
en las librerías —en las que coincidan, que no serán tantas— dos buenas novelas
de autores manzanareños. De una, Bocalinda, he hablado; de la otra, esta, en edición más misericordiosa —sin alcanzar la excelencia: ahí quedan el uso anárquico
de las mayúsculas, el baile en tierra de nadie de los puntos suspensivos, los
despistados guiones que deberían ser rayas, los vocativos desnudos, una falta
de ortografía de las que se le escapan al corrector del Word en la página 136,
algún laísmo—, también quiero hablar porque, si no redonda, es notable y,
además, bastante significativa en el panorama literario de por aquí.
Conozco a
Gallego gracias a los blogs, que lo muestran como un hombre
culto, de amplias lecturas y variados intereses, y como un profesor concienzudo,
riguroso, superador del molde de lo convencional; y había leído el poemario que
le publicó la BAM. Sin embargo, pensaba que la poesía era agua pasada —ni
está en Cántiga ni en Poetas con luz ambiente, y mira que faltan pocos—,
ignoraba su faceta de narrador y, desde luego, no esperaba llegar a encontrármelo
en una novela sorprendente y gratísima como esta.
¿Por qué me ha
sorprendido? No por la trama, aunque esté bien construida y dispuesta; aunque las
distintas fases y los episodios que las constituyen se dirijan sabiamente —si
bien de manera sinuosa— hacía el violento final, algo así como el trueno
gordo en el que se compendian, explotan y dejan al lector deslumbrado y
boquiabierto todas las piezas que el novelista había ido colocando diestramente a
lo largo del libro.
Tampoco me han
sorprendido los personajes: a la mayoría, principales y secundarios, los
tenemos vistos desde el siglo XIX o antes: el poderoso déspota, la cónyuge apocada y doliente, el heredero crápula y desgraciado, la sirvienta abnegada,
la beata cotilla, el poeta gorrón… Ello no quita, y habla a favor de su
destreza, para que Gallego los caracterice muy atinadamente y actúe
sobre sus rasgos estereotipados como mejor conviene a los objetivos e intereses
del libro. Y no quita, creo, para que los lectores de Manzanares puedan jugar,
quizá, a identificar personas de carne y hueso tras ciertos nombres y figuras
que a los forasteros nos escaparán.
Ni me ha
sorprendido la recreación de ambientes, que es maravillosa: en
La Casa de María vive todo el Manzanares del siglo XX —desde las
elegantes y lujosas casas burguesas de principios del siglo a los pisos, con
pretensiones o sin ellas, del desarrollismo y los amenes de la misma centuria;
de los pubs a las ermitas; del lupanar a la iglesia; de la agricultura arcaica al
polígono industrial— y allí podemos ver los sueños de grandeza y las frustraciones de una agrociudad
—el tecnicismo es de Gallego— que no ha llegado a ciudad ni ha acabado de
parecerse a los espejos en que se miraba.
Menos aún me ha
sorprendido la historia externa —la local y la de afuera—, marco de la frustración y
el estallido de los sueños, que, pese —acaso gracias— a la sobriedad espartana
en los medios, el autor refleja de forma eficacísima y certera.
Podría seguir
desmenuzando el libro a base de lo que no me ha causado sorpresa, pero la
reseña, docta e iluminadora, de Fernando Gómez Redondo publicada en Abc
—y replicada por González-Calero en el número 484 del benemérito Libros y
nombres de Castilla-La Mancha— me libra de intentarlo.
Paso, pues, a
lo que me ha sorprendido. Tres cosas: la técnica novelística, la calidad de la
prosa y el «Prólogo a modo de reclamo, o sobre el Neovelismo manchego».
La técnica la
analiza estupendamente Gómez Redondo: a él me remito; solo diré que es audaz y se
parece poco a la balumba de noveluchas ramplonas, lineales, rastrojadas, decimonónicas, de
por aquí.
La prosa es brillante,
unas veces ubérrima, flexible y delicada, y otras escueta, contundente y
áspera, según corresponda, pero siempre de una calidad inaudita para lo que se
estila: original, nunca oficinesca, rutinaria ni desgalichada;
una delicia.
En cuanto al
prólogo, merecería estudio detallado. Por ahora basta apuntar que, aun destilando
vagones de refinada ironía, se me hace superfluo. No
obstante, lo decía al principio, es muy significativo: si Gallego ha sentido la necesidad de incluirlo para explicar la novela y buscarle patronos será
porque tiene escasa fe en la pericia de los potenciales lectores, es decir,
porque recela de que La Mancha sea tierra fértil en donde su novela arraigue
y se difunda. A lo peor lleva razón.
Manuel Gallego
Arroyo. La Casa de María. Almud, ediciones de Castilla-La Mancha.
Toledo. 2021. Quince euros.
Estoy con Bocalinda, iremos a por La casa de María. Ese gusto por el lenguaje, esa narración fragmentaria y diacrónica que se adivina, y ese afán de riesgo que intuyo merecen la pena.
ResponderEliminarTe gustará, sin duda.
EliminarY es verdad. Me parece este texto un magnífico testimonio. Testimonio de los mismos miedos. Gracias.
ResponderEliminarEs un libro estupendo. Ojalá se lea como debe.
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