domingo, 11 de octubre de 2020

Verduras de las eras

La otra tarde, en la presentación del libro de Díez Barra, mientras peroraba el exrector don Luis Arroyo —habla mucho, había advertido un amigo—, salí a pasear con Jorge Manrique. Cobijados por la dulzura de la tarde, charlamos de la lluvia —tan poca y ha hecho arrojar los rastrojos—, de que Hermès —sí, hombre: el sitio donde Aznar se abastecía de corbatas— anuncia un bolso mentando a los guarnicioneros, de que la biblioteca universitaria instruye contra el coronavirus en tamil… Recordé las verduras de las eras, las guarniciones, el habla llana y clara de la infancia: me puse nostálgico. Don Jorge, que, eterno, no siente nostalgia de nada, me la espantó con palmaditas en la espalda.

Vuelto a la sala pensé que la nostalgia es pócima —yerba secreta, dijo él— peligrosa. Afecta principalmente a la memoria: la reblandece, la achica; hace creer que en el pasado solo existió, ubérrimo y maravilloso, lo que echamos de menos. Fruto selecto de la nostalgia es la elegía, forma literaria prestigiosísima que debe manejarse con precaución, en dosis homeopáticas, sin sacarla del ámbito natural: de lo contrario hay riesgo seguro de caer en la cursilería y en la mentira.

¿Por qué lo digo? Porque la emoción del libro emocionante de Díez Barra puede parecer, a ojos del lector despistado, elegía en la muerte del mundo de los niños nacidos en los años cincuenta —supongo que huelga añadir «del pasado siglo»—; pero, de ser así, sería también un libro cursi y mentiroso. No lo es, por fortuna. Díez Barra esquiva el peligro manteniendo alerta en todo momento el sentido crítico, y distinguiendo cabalmente entre las personas que malvivían en aquel mundo —por las que siente una infinita ternura— y el mundo mismo: inhóspito —palabra que repite— y radicalmente injusto. Es decir, el autor sabe que la historia no es una fiesta de la que todos vienen contentos, sino un ring en donde los vencedores les ponen la rodilla en el cuello a los vencidos hasta asfixiarlos. Y los vencedores eran aún crudamente despiadados.

No es preciso que les hable de la época ni de las creaciones literarias a las que ha dado lugar. Basta con que nombre dos: una por bien conocida —El camino—, y otra por el parentesco con el libro que nos ocupa —El tiempo hermoso, de Pedro Pablo Novillo, autor, además, del prólogo de este: un prólogo excelente que merecería comentario aparte—. Quienes conozcan estos libros, si no vivieron en los años cincuenta o sesenta del pasado siglo, saben ya por dónde se mueve el de Enrique Díez. Sin embargo, no deben dejar de leerlo. Al menos, por tres razones: se trata de un libro original, muy bien escrito y muy bien enfocado.

Díez Barra, equipado con la sensibilidad de un poeta, el amor de un hijo, la experiencia de un buen lector, la objetividad y el escepticismo de un científico, y un notable talento de escritor, bucea en los recuerdos y «recupera de entre las brumas de la memoria» estas casi cuarenta joyas valiosísimas que nos presenta en otros tantos breves —la mayoría, muy breves— capítulos acompañados de estupendas fotos en blanco y negro.

Lo de las fotos encaja divinamente con la escritura de Díez Barra, que tiene mucho de fotográfica. En sus instantáneas —¿se dice todavía así?— hay documentos sociológicos, cuadros de costumbres, tradiciones familiares, paisajes, hallazgos al paso, expansiones líricas… presentados con pericia deslumbrante y encanto enternecedor, que quizá cuando pretenden dilatarse —o sea, en los capítulos finales, más largos— pierdan algo de intensidad e incluso desciendan a la lengua de palo que gastan en el periodismo, en la universidad, en la política… y que, por desgracia, va camino de empapar el común decir.

Las «fotos» que el libro ofrece están perfectamente datadas en un allí —Balbacil y sus colonias de emigrados— y un entonces —los años sesenta— que son del autor y de toda una generación: la que vio, con el impasible asombro de los niños, esfumarse un mundo —igual que se esfumaban las verduras de las eras— por el que no debemos llorar. Aunque nos estemos haciendo viejos y casi nadie sepa ya qué fueron las verduras de las eras, las guarniciones o las tarjas.

Para más mérito, el libro carece de taras destacables —acaso le sobre el «Vocabulario» final y, con él, cierto apócope que debería ser aféresis— y enseña, muy discretamente, una clara y pertinente lección moral tal vez aprovechable ahora que asistimos al derrumbe estrepitoso de otro mundo: quizá deberíamos mirarnos en el espejo de quienes estaban aquí hace sesenta años. Si ustedes, amigos lectores, quieren leer De allí, de entonces no me dejarán mentir.

Enrique Díez Barra. De allí, de entonces. Almud, Ediciones de Castilla-La Mancha. Toledo. 2020. Doce euros.


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